viernes, 13 de marzo de 2009

marzo trece

Aquella mañana frente al espejo, Lucía descubrió en su rostro una expresión desconocida que le dio escalofríos. ¿Habría tenido pesadillas la noche anterior? No lo recordaba. Miró su reloj de pulsera sólo para corroborar que ya no tenía tiempo para intentar poner en orden sus pensamientos.

-¡Las prisas, las malditas prisas!- Exclamó en voz alta y continuó secándose el cabello para salir a cumplir con su tediosa rutina.

Durante todo el día anduvo como ausente, varias personas le llamaron la atención, ella reaccionaba sorprendida, como si regresara en aquel instante de otra galaxia. Dos veces se sobresaltó al escuchar las estridentes bocinas de los autos y tardó en percatarse de que le estaban “pitando” precisamente a ella. No obstante, terminó de palomear todos los pendientes de su agenda antes de regresar a su casa. Rechazó dos invitaciones a cenar aduciendo que tenía mucho trabajo por terminar para el día siguiente, cuando en realidad, lo único que ansiaba era sumergirse en el delicioso y placentero silencio de su estudio.

En el preciso momento en que introducía la llave para abrir la puerta de su departamento, la abordó amablemente el vecino del tercer piso para entregarle un paquete que había llegado por la tarde. Le dio las gracias intentando esbozar una sonrisa. Él tenía ganas de conversar y ella hacía como que le escuchaba mientras que de reojo intentaba leer la etiqueta del remitente. Comenzó a sonar su teléfono y aprovechó para interrumpirlo, disculparse, tomar el paquete y meterse corriendo a su casa. Exhaló un suspiro antes de levantar el auricular, atendió la llamada rápidamente y al colgar se quedó mirando con un gesto de hartazgo la lucecita roja que parpadeaba en el aparato indicándole que tenía mensajes. Tomó con cuidado la clavija, lo desconectó y se dirigió a la cocina para ver que le había dejado su empleada doméstica para cenar, olvidándose del paquete.

Sobre la mesa se encontró una nota: Le habló su tía Magda, dijo que la espera mañana a comer. Le dejé su fruta y su ensalada de pollo en el refrigerador. Ya vinieron los del gas.

Sacó el platoncito de fruta, cortó un poco de queso fresco y preparó la cafetera. Se quedó de pie esperando a que se hiciera el café mientras picoteaba alternando un trocito de papaya y un trocito de queso con la mirada fija en un punto inexistente. ¡Tin, tin! . Volvió en sí cuando el inteligente artefacto le avisó que el café ya estaba listo. Tomó un tarro, se sirvió y se lo llevó a su cuarto olvidándose de la ensalada de pollo.

Se quitó las sandalias y toda la ropa, se enfundó en un batón fresco, suave y holgado. Entró al estudio y se dejó caer en su viejo sillón de tapiz escarlata. Subió las piernas en un taburete, cerró los ojos, sintió que algo se agitaba dentro de su pecho y estalló en sollozos.

¿Qué diablos te pasa?.- Se preguntó al tiempo que su mente comenzó a galopar deteniéndose en los pequeños detalles de los acontecimientos de los días pasados. No encontró nada. Nada que pudiera justificar el desaliento que la embargaba, ni la oscuridad que había descubierto en su rostro aquella mañana. Contrariada e inquieta se levantó, fue al baño, se mojó la cara con agua fría, regresó al estudio, puso música, se bebió todo el café, prendió un cigarro, corrió las cortinas, abrió la ventana y volvió a sentarse tratando de poner su mente en blanco. En algún lado había leído que cuando no se encuentran las respuestas, hay que dejar de insistir, tratar de no pensar en nada y es entonces cuando de repente; ¡pum! todo se despeja.

La brisa de la noche le acarició los sentidos. Advirtió un hormigueo en todo su cuerpo. Comenzó a relajarse y al cabo de un rato logró hacer contacto consigo misma. Se quedó ahí, con la mirada perdida en los pequeños puntos que parpadeaban en el infinito, olvidándose de la angustia.

¡Pero, claro!- se dijo de pronto- Es el viejo y trillado cuento de las mil y una noches, ése que nunca queremos que se acabe porque entonces ya no habría nada que hacer, ni nada tendría sentido. Sabes lo que te espera y no te atreves a claudicar. Todo lo que tienes mi querida Lucía, no es otra cosa más que miedo. ¿Miedo? Sí, miedo, pero éste es otro miedo que no se parece al que te hacía sudar la noche entera cuando eras pequeña, pensando en el closet de los castigos del jardín de niños – con todas aquellas marionetas que te miraban con sus enormes ojos huecos e inertes- o ése que te hizo llorar de rabia en la adolescencia, en aquel convento lúgubre y mezquino, donde el temor y la impotencia eran tus únicos compañeros, ni tampoco es el miedo inconfesable que te paralizó después de haber temblado en los brazos de aquel muchacho al que le rompiste el corazón.

No, todos esos miedos los venciste finalmente, ya colgaste tus trofeos al valor con el que le has hecho frente a todos los vendavales que la vida – generosamente- te fue obsequiando. Algunos te azotaron sin piedad, pero ninguno logró derribarte por completo, por eso sigues aquí, atrincherada en tu arrogante armadura a prueba de sosa cáustica y ácido sulfúrico.¡Bravo! Ahora te vanaglorias de tus nuevos amigos de lujo, doña Experiencia y su primo Conocimiento.

Entonces...

¿Qué diantre puede ser esto?

¿Quién es el que hoy pretende detenerte?

¿Será otro pariente del miedo?

¿Con otra máscara?

¿Será su hermano mayor?

La imagen de su abuela balbuceando disparates con la mirada extraviada se le reveló de pronto y un frío indescriptible le congeló las venas.


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Marzo 13 2007
Taller de Creación Literaria
Universidad Veracruzana
Campus Coatzacoalcos

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