martes, 10 de marzo de 2009

el secreto de Agustina





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Publicado en Toque de Queda
Un espacio para la palabra
Diciembre de 2006
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Sandra Benítez no se sorprendió al ver el halo grisáceo que coronaba la opaca y resquebrajada cabellera de su nueva paciente. La joven yacía sentada en el piso, abrazando sus piernas, con la mirada fija en uno de los muros de la habitación.
El aura del desaliento.- Pensó - La más común en los internos de aquel sector del hospital.
Aquella mañana, la llamada de un amigo – pidiéndole en tono insistente- que se encargara del caso de Agustina Montes, había despertado su interés. Pidió a su secretaria que le buscara el expediente. Una anotación - al parecer sin importancia- duplicó su curiosidad.
En el renglón de observaciones decía: La paciente no come, sólo mete los dedos en los líquidos para dibujar en la pared. En ese momento, Sandra tomó la decisión de visitarla esa misma tarde.


Avanzó unos cuantos pasos para poder apreciar de cerca los dibujos de Agustina. Eran más bien trazos circulares. Los observó detenidamente y de pronto ante sus ojos se reveló la silueta de un enorme caracol.
-¿Es un caracol? - Le preguntó buscando su mirada.

Agustina no respondió, sólo parpadeó ligeramente sin cambiar de postura.
Llevaba en el hospital cuatro días desde su traslado del centro de salud del poblado de Tres Cruces, en el cual, estuvo tan sólo un par de días. La infeliz contaba con sólo 16 años, estaba desnutrida y presentaba huellas de maltrato en todo el cuerpo. La había llevado Tulio, el marido, para que se la despertaran, según decía una nota al calce del expediente, pero había sido trasladada bajo la responsabilidad de la doctora Laura Terrán.

El caso cobró aún más interés cuando leyó el nombre de la famosa antropóloga.
Buscó sus datos para llamarla y decirle que se haría cargo de Agustina Montes.

Quedaron de verse al día siguiente por la mañana en su consultorio.
Antes de abandonar el hospital, ordenó que le hicieran unos estudios y dejó instrucciones precisas a las enfermeras para el control su nueva paciente.
- Ofrézcanle líquidos, agua de jamaica o de papaya de preferencia. Y si quiere dibujar, no se lo impidan-.

Dos meses atrás, Laura Terrán había conocido a Agustina vendiendo collares de conchas a los turistas que visitaban la zona arqueológica de Playa Escondida. Los ángulos del rostro de aquella chiquilla llamaron de inmediato su atención.

¡Parecían tallados en piedra!

Decidió comprarle varios collares para entablar conversación y comenzaron a verse todos los días. La trataba con amabilidad y respeto, la invitaba a comer o beber algo mientras platicaban. Al principio, Agustina se mostraba desconfiada y arisca, pero poco a poco, Laura se fue ganando su confianza.

Fue así como se enteró, que el padre de la niña la había vendido por tres marranos a Tulio - un pescador- cuando apenas tenía trece años, que éste la mandaba a vender los collares de conchas - que ella sabía hacer muy bien- y que luego le quitaba el dinero para irse a echar sus tragos.

Agustina se sentía a gusto con Laura y en vez de decirle su nombre, la llamaba amiga.
Una tarde, le hizo una confesión: Le dijo que llevaba un buen tiempo escondiendo centavos para irse de ahí porque Tulio le hacía cosas muy feas, que le pegaba muy fuerte cuando regresaba bien briago. Que tenía que largarse antes de que le hiciera otro hijo, porque ya le había matado uno, que le tuvieron que sacar de la panza.
Al decir esto último, clavó su mirada en la arena y se quedó callada. Laura, puso tres dedos debajo de su barbilla obligándola suavemente a levantar el rostro, pero contrario a lo que pensaba, los ojos de Agustina estaban secos. Pudo constatar con pesar - en aquella mirada oscura- que el odio había sepultado por completo al dolor, haciendo que sus lágrimas se estancaran para pudrirle lentamente el alma. La abrazó con ternura y le susurró al oído.
-Tranquila, tu secreto está a salvo conmigo.-
Días más tarde, Laura sonrió complacida, cuando una mañana, no la vio en la playa con las demás vendedoras. Pensó que quizá, con el billete que le había dado el día anterior, la había ayudado a completar los centavos que necesitaba para huir y que al fin se había librado de la tiranía de Tulio. Pero poco le duró el regocijo. Una de las niñas la llamó para contarle, que su amiga, la Agustina, estaba media muerta en el centro de salud de Tres Cruces.
Se dirigió para allá inmediatamente.

Al verla y enterarse del parte médico, salió decidida a buscar a Tulio para preguntarle que había sucedido. Horas más tarde, lo encontró tomando en grupo fuera de una tienda. Dudó un segundo antes de abordarlo en esas condiciones, pero al hacerlo, el hombre le contestó indiferente:
- Pos, yo no sé, se quedó pasmada cuando la caché que se quería juir, la llevé donde don Cuco, para que le untara remedios, luego entre los dos le quisimos meter aguardiente para que se avivara, pero pos no le pasó, se le salía todito, pos no menea la lengua, no traga nada y parece que ni mira y pos me dijo don Cuco que era más mejor llevarla pallá.-
La antropóloga dejó escapar un desalentado suspiro al escucharlo. El hombre relataba lo sucedido como si tratara de algo sin importancia, sin ningún asomo de culpa. En ese instante optó por aprovecharse de las circunstancias. No fue difícil convencerlo de que le permitiera hacerse cargo de su mujer, ya que para trasladarla a un hospital, necesitaba de su consentimiento.
El desdichado esbozó una sonrisa de alivio, se encogió de hombros y le dijo:
-mí, pos llévesela si quiere, así pasmada, pos que me sirve.
Satisfecha de haber logrado su objetivo, pero consternada por la actitud y la desfachatez de aquel individuo, pensó con tristeza en la muchacha, la que seguramente ya no sintió la tunda que le propinó el maldito borracho cuando la descubrió, pues nada puede doler más, que perder - de un solo golpe - la esperanza.
Dos días más tarde, había arreglado todo para su traslado. La niña seguía muda e inmóvil. No comía y nada la hacía reaccionar. Laura habló con algunos amigos para explicarles el caso y le recomendaron a la doctora Benítez. Neuropsiquiatra del Hospital de Santa Rita.

Estaba sumida en sus pensamientos cuando sonó el teléfono. Escuchó una voz muy agradable que se identificó como la doctora Sandra Benítez. Le informó que se haría cargo de Agustina y quedaron de verse al día siguiente en su consultorio.
Sandra pasó a ver a su nueva paciente antes de llegar a su cita con la doctora Terrán. La encontró en el mismo lugar y en la misma postura de la tarde anterior, sólo que ahora la pared se encontraba tapizada de dibujos de caracoles que encerraban otros más pequeños que parecían tener alas.
Intrigada, la miró nuevamente a los ojos y le preguntó:
-¿Son caracoles con alas?-
Agustina tenía la mirada fija en la entrada al laberinto de un enorme caracol. Sandra miró en la misma dirección y se percató que lo que ella había supuesto que fueran alas, más bien parecían... ¿papeles? Acercó la yema de sus dedos hacia la figura del caracol, siguiendo la línea de los trazos, tratando de adivinar. Luego volvió a preguntarle:
-Dime, Agustina. ¿Qué son? ¿Alas o papeles?.
Se sobresaltó al escuchar una voz que le respondió desde la puerta.
-Son papeles con alas. Buenos días, soy Laura Terrán.- Dijo avanzando hacia ellas.
-Mucho gusto, Sandra Benítez. ¿Disculpe, me pareció oírle decir que son papeles con alas?- La inquirió.
Laura respondió mientras acariciaba con ternura la cabellera de Agustina.
-Así es, escondida en las entrañas de un enorme caracol, estaba la libertad de esta criatura. Tulio, el marido, la sorprendió cuando estaba ocultando los billetes que había juntado durante más de un año.

¡Mi pobre Agustina! Casi lo logra.

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Octubre 2006

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