jueves, 21 de diciembre de 2023

domingo, 22 de julio de 2018

Dionisio

No había pegado el ojo en toda la noche, así que abandonó la cama antes del amanecer, se vistió y evitando hacer el menor ruido, salió de su casa con rumbo a la parroquia.
Al cruzar la puerta del patio trasero de la iglesia, escuchó de inmediato los gritos estridentes de Dorotea: -¡A maríaaaa! ¡A, a, a, maríaaaaaa! –
 El padre Aniceto se asomó por la ventana de la cocina y se sorprendió al ver al nieto de doña Chinta  en la puerta del patio.
-¡A, a, a, maríaaaaaa! – Dorotea caminaba de un lado a otro de la pajarera, dando pequeños saltitos y extendiendo sus blanquísimas alas.
-Ya, ya, ya lo vi Dorotea, ya lo vi. Le dio al pájaro una galleta y una sonrisa  al tiempo que decía: - Pasa Dionisio, pasa. ¿Qué te trae por aquí a estas horas?
-El muchacho le contestó titubeante.- Vi… vine por… porque  quie… quiero confesarme, no… no… he podido dormir bien des…desde  hace días pa… padre.
¡Vaya! ¿Y no podías esperar a la tarde?
-No… no, padre, por… por eso vine antes de la misa de seis,  entro a clases a las siete.
-Está bien, pasa y espérame en la sacristía, ahora voy.
Una vez descargada la conciencia, Dionisio volvió a casa pensando en su penitencia. Doña Chinta aún no se había levantado por lo que aprovechó para preparar el café y calentar la leche con canela, luego bajó de la alacena una lata grande y redonda de la que sacó cuatro bizcochos de mantequilla y los puso en un plato en el centro de la mesa.
Miró a su alrededor y se topó con el nicho donde reposaba la aberrante imagen de San Dionisio, de pie, vestido con sus hábitos talares ensangrentados y la cabeza cercenada sostenida con sus manos a la altura de su pecho.  En eso estaba cuando escuchó pasos. 
-¡Qué rico es despertar con ese aroma! ¿Qué te pasó Dionisio? ¿Te caíste de la cama? –
- Buenos días abuela- El muchacho le dio un beso al tiempo que le ofrecía la silla. - Aquí está tu cafecito con leche, bien caliente como a ti te gusta-
- ¿Qué te traes hijo?
- Nada-
-Mmmm, ¿nada?
-Nada abuela, nada. Me levanté temprano, eso es todo.
-Bien, si es así, demos gracias.
Doña Chinta era tan ferviente con su religión que toda su conversación versaba en las actividades de la iglesia. En esa ocasión habló con entusiasmo de todos los preparativos para las fiestas de la parroquia que tendrían lugar al día siguiente y le pidió a su nieto que fuera al mercado al salir de la prepa para comprar lo que le hacía falta.  
Dionisio regresó cerca de las tres de la tarde con todos los encargos de la abuela, pero al abrir la puerta de la casa percibió un intenso olor a quemado.
Doña Chinta que rezaba el rosario arrodillada a los pies del nicho de San Dionisio, volteó a verlo con los ojos enrojecidos sin dejar de rezar. El muchacho se dirigió a la estufa y apagó la olla del guisado  achicharrado y presintió que algo terrible había sucedido. Y como fue.
Cuando su abuela terminó el rosario, se levantó y antes de que él pudiera hacerle una pregunta, ella exclamó quejosa:
 -¿Por qué hijo, por qué? Desde que llegaste a esta casa no he hecho otra cosa más que enseñarte el camino del bien-.
Doña Chinta estalló en sollozos desgarrados al sentenciar:
-¡Pecador, pecador! Se te ha metido el mismísimo demonio… la lujuria… la codicia…  ¡Dios mío! Y ahora… ¿qué va a ser de ti?
Al escuchar aquellas palabras Dionisio supo que había estado ahí el padre Aniceto. Él y sólo él sabía de su visita a casa de la Tulia con su padrino, de que había estado con una de sus chicas, de sus escapadas por las noches para volver por su propio pie, no una, ni dos, sino cuatro veces, del dinero tomado  del escondite de la abuela. Sólo alcanzó a balbucear… el pa…padre, verdad?  ¿Y el se… secreto de confesión?
-Era su deber advertirme, contestó doña Chinta entre gemidos. Entiende que vas al camino de la perdición Dionisio, él vino a salvarte.
            No quiso escuchar más y salió encolerizado azotando la puerta. No sabía a dónde ir y empezó a caminar sin rumbo sin dejar de recriminarse una y otra vez el haber confiado en el indiscreto padre Aniceto. Si no era la primera vez ¡no! Cuando era apenas un niño y le pidió que le cambiara de nombre porque le daba miedo llevar el del santo descabezado, también fue a contárselo a la abuela y ella lo castigó sin salir a jugar hasta que se aprendiera- palabra por palabra- la historia de aquél mártir que tanta risa le daba a su padrino.
            “Dionisio fue el primer obispo de París y fundó muchas iglesias pero tras ser perseguido por Aureliano en el año 272,  fue decapitado y anduvo durante seis kilómetros con su cabeza bajo el brazo, atravesando Montmartre, por el camino que, más tarde, sería conocido como la calle de los Mártires y que al  término de su trayecto le entregó su cabeza a una piadosa mujer descendiente de la nobleza romana, llamada Casulla, y después se desplomó.”   
            Tres días más tarde, al terminar las fiestas de la parroquia el padre Aniceto encontró a Dorotea, su amadísima cacatúa, con el albo plumaje manchado de sangre y la cabeza sujeta entre sus patas.


Febrero 12, 2014
Tema: El loro pelado
Horacio Quiroga
Taller BCD


A la hora de la siesta

Una mañana de mayo allá por el año de 1970, mi hermana y yo decidimos darnos una vuelta por el empedrado barrio del viejo Coyoacán donde se instalaba un mercado de pulgas. Nos quedaba a tan sólo siete cuadras del convento de las Madres Franciscanas que funcionaba como internado para estudiantes de provincia. Sólo íbamos a mirar, pues en aquella época apenas si nos alcanzaba la mensualidad para ir al cine cada quince días. Caminábamos de puesto en puesto admirando objetos antiguos cuando de repente me topé con un mueble que me hizo retroceder diez años en un instante.
 ¡No! ¡No puede ser! Ahí estaba el pequeño taburete semicircular tapizado en tela de gobelino con sus patitas en forma de cono de helado que alguna vez fue parte del mobiliario de la recámara de mis padres. ¿Sería el mismo? Quién sabe, pero si no,  era una réplica exacta del mismo alzapiés donde me pasaba una hora diaria repitiendo la cartilla mientras mi papá dormía la siesta… eme a …eme a… mamá,  ene i …eñe o…niño, … eme e… ese a…mesa, …
 No pude resistir las ganas de volverme a sentar en él. Al acariciar la tela rugosa del forro, una lluvia de imágenes llegó de improviso; las tardes en el patio de la dueña de la "Sombrerería El Castor” que se encontraba en la calle Hidalgo, frente a mi casa; el rostro de doña Amelia Herrera – la maestra- sus ojos exageradamente pintados con lápiz negro, el olor intenso de su polvorete y su bigote entrecano que me provocaba pesadillas, su andar despacito mostrando su  enorme joroba, sus manos  huesudas de uñas largas y puntiagudas que sostenían  la vara con la que nos propinaba un “estate quieto” ante cualquier distracción… ¡y es que había tantas cosas que ver!
Mientras deletreábamos la cartilla, hacíamos rechinar el plástico que cubría el antiguo sofá; observábamos  a  las gallinas corretear por la cocina o al viejo perro peludo que nos miraba indiferente, triste y aburrido; escuchábamos el gorjeo de los guajolotes que venía desde el corral y el trinar de los canarios que volaban desesperados de un lado a otro en su jaula… y así,  todos los días hasta que del enorme reloj de pared salía el cucú que nos avisaba que la clase había terminado y esperábamos con ilusión la  paleta de hielo con sabor a limón que a veces doña Amelia nos daba de premio.
Me acomodé en el taburete que ahora resultaba incómodo y pequeño,  las rodillas me quedaban a la altura del pecho y me obligaban a estar casi en posición fetal, más al evocar a mi papá escuchando mi sonsonete a la hora de la siesta, sonreí con una mueca que bien podría llamarse… ¿nostalgia?
Taller BDC
Marzo 2011

viernes, 4 de agosto de 2017

De pañuelos y escaleras.

Herta Müller - Discurso Nobel
7 diciembre de 2009
“Cada palabra en el rostro
sabe algo del círculo vicioso
y no lo dice”


 Traducido por Juan José del Solar Bardelli


Cada palabra sabe algo sobre el círculo vicioso
¿TIENES UN PAÑUELO? me preguntaba mi madre cada mañana en la puerta de casa, antes de que yo saliera a la calle. Yo no tenía el pañuelo, y como no lo tenía, regresaba a la habitación y sacaba un pañuelo. No tenía el pañuelo cada mañana, porque cada mañana aguardaba la pregunta. El pañuelo era la prueba de que mi madre me protegía por la mañana. A otras horas del día, más tarde o en otras circunstancias, quedaba a merced de mí misma. La pregunta ¿TIENES UN PAÑUELO? era una ternura indirecta. Una directa hubiera sido penosa, algo que no existía entre los campesinos. El amor se disfrazaba de pregunta. Sólo así podía decirse a secas, en tono de orden, como las maniobras del trabajo. El hecho de que la voz fuera áspera realzaba incluso la ternura. Cada mañana estaba yo una vez sin pañuelo en la puerta, y una segunda vez con pañuelo. Sólo después salía a la calle, como si con el pañuelo también estuviera mi madre.
Y veinte años más tarde estaba hacía tiempo sola en la ciudad, como traductora en una fábrica de maquinarias. A las cinco de la mañana me levantaba, y a las seis y media empezaba el trabajo. Por la mañana resonaba el himno sobre el patio de la fábrica a través del altavoz, durante la pausa del mediodía se escuchaban los coros de los obreros. Pero los obreros, que estaban comiendo, tenían ojos vacíos como hojalata, manos embadurnadas de aceite, y su comida estaba envuelta en papel de periódico. Antes de comerse un trocito de tocino, le quitaban la tinta del periódico rascándola con el cuchillo. Dos años transcurrieron al trote de la cotidianeidad, cada día igual al otro.
Al tercer año se acabó la igualdad de los días. En el transcurso de una semana entró tres veces en mi oficina, a primera hora de la mañana, un hombre gigantesco, de huesos sólidos, con ojos azules centelleantes, un coloso del Servicio Secreto.
La primera vez me insultó de pie y se marchó.
La segunda vez se quitó el impermeable, lo colgó en una percha del armario y se sentó. Aquella mañana yo había traído de casa unos tulipanes y los estaba acomodando en el florero. El tipo me observaba y alabó mi inusual conocimiento del ser humano. Su voz era resbaladiza. Sentí un gran desasosiego. Impugné su elogio y le aseguré que sabía algo de tulipanes, pero nada del ser humano. Entonces me dijo en tono malicioso que él me conocía mejor que yo a los tulipanes. Luego se colgó del brazo el impermeable y se marchó.
La tercera vez se sentó y yo permanecí de pie, porque había dejado su cartera sobre mi silla. No me atreví a ponerla en el suelo. Me insultó tratándome de necia redomada, holgazana, putilla, tan corrompida como una perra vagabunda. Empujó los tulipanes hasta casi el borde de la mesa, en cuyo centro puso una hoja de papel vacía y un lápiz. Rugió: escribe. De pie, empecé a escribir lo que me iba dictando. Mi nombre con fecha de nacimiento y dirección. Y después que yo, independientemente de la proximidad o del parentesco, no le diría a nadie que..., y entonces llegó la horrible palabra: colaborez, iba a colaborar. Esta palabra ya no la escribí. Puse el lápiz a un lado y me dirigí a la ventana, por la que miré hacia la polvorienta calle. No estaba asfaltada, baches y casas gibosas. Y esa calleja ruinosa se llamaba, encima, Strada Gloriei: calle de la gloria. En la calle de la gloria había un gato trepado en la morera desnuda. Era el gato de la fábrica y tenía una oreja desgarrada. Encima de él brillaba el sol matinal como un tambor amarillo. Dije: N-am caracterul. No tengo este carácter. Se lo dije a la calle, fuera. La palabra CARÁCTER puso histérico al hombre del Servicio Secreto. Rompió la hoja y tiró los trozos al suelo. Pero probablemente se le ocurrió que tendría que presentarle a su jefe la prueba de que había intentado incorporarme a su red de espionaje, porque se agachó, recogió todos los trozos en una mano y los metió en su cartera. Luego lanzó un profundo suspiro y, en medio de su derrota, arrojó hacia la pared el florero con los tulipanes, que se estrelló y crujió como si hubiera dientes en el aire. Con la cartera bajo el brazo dijo en voz queda: esto lo pagarás muy caro. Te ahogaremos en el río. Como hablando conmigo misma dije: Si firmo eso ya no podré vivir conmigo y tendría que hacerlo yo. Mejor háganlo ustedes. Y al instante la puerta de la oficina ya estaba abierta y él se había marchado. Y fuera, en la Strada Gloriei, el gato de la fábrica había saltado del árbol al tejado de la casa. Una de las ramas se mecía como un trampolín.
Al día siguiente comenzó el tira y afloja. Yo debía desaparecer de la fábrica. Cada mañana a las seis y media tendría que presentarme ante el director, con el que cada mañana estaban el jefe del sindicato y el secretario el Partido. Y así como en otros tiempos me preguntaba mi madre: ¿tienes un pañuelo? ahora me preguntaba cada mañana el director: ¿Has encontrado otro trabajo? Y yo le respondía cada vez lo mismo: No estoy buscando ninguno. Estoy a gusto aquí en la fábrica, quisiera quedarme hasta la jubilación.
Una mañana llegué al trabajo y mis voluminosos diccionarios estaban en el suelo del pasillo, junto a la puerta de mi oficina. La abrí, y había un ingeniero sentado a mi escritorio. Me dijo: aquí se llama a la puerta antes de entrar. Ahora estoy aquí yo, y tú ya no tienes nada que hacer en este despacho. A casa no podía irme, porque habrían tenido un pretexto para despedirme por faltar sin permiso. Ahora no tenía oficina, y con mayor razón tenía que ir cada día normalmente al trabajo, por ningún motivo debía ausentarme.
Una amiga, a la que cada día se lo contaba todo en el camino de vuelta a casa por la Strada Gloriei, me dejó compartir al principio una esquina de su escritorio. Pero una mañana se plantó ante la puerta de la oficina y me dijo: No me autorizan a dejarte entrar. Todos dicen que eres una soplona. Las trabas y vejaciones se enviaban hacia abajo, los rumores empezaron a propagarse entre los colegas. Eso era lo peor. Contra los ataques uno puede defenderse, contra la calumnia es impotente. Yo contaba cada día con todo, incluso con la muerte. Pero con esa perfidia no sabía qué hacer. Ningún cálculo la volvía soportable. La calumnia nos atiborra de mugre, y nos asfixiamos porque no podemos defendernos. En opinión de mis colegas yo era exactamente aquello a lo que me había negado. Si los hubiera espiado y delatado, habrían confiado en mí sin sospechar nada. En el fondo, me castigaban porque yo los protegía.
Como ahora con mayor razón no podía ausentarme, pero no tenía despacho y a mi amiga no le permitían dejarme entrar en el suyo, me instalé, indecisa, en la caja de la escalera, una escalera que recorrí varias veces de arriba abajo – de pronto volví a ser la hija de mi madre, porque TENÍA UN PAÑUELO. Lo extendí en un escalón entre el primer y el segundo piso, lo alisé para que estuviera como es debido y me senté encima. Me puse en las rodillas mis gruesos diccionarios y empecé a traducir descripciones de máquinas hidráulicas. Yo era un chiste malo sobre la escalera, y mi despacho, un pañuelo. En las pausas del mediodía, mi amiga se sentaba en la escalera junto a mí. Comíamos juntas como antes en su oficina y, más antes aún, en la mía. Por el altavoz del patio, como siempre, los coros de los obreros entonaban cantos sobre la felicidad del pueblo. Mi amiga comía y lloraba por mí. Yo no. Debía mantenerme firme y dura. Largo tiempo. Unas cuantas semanas eternas, hasta que me despidieron.
En la época en que yo era un chiste malo sobre la escalera, consulté el diccionario para averiguar la importancia de la palabra ESCALERA. El primer escalón de la escalera se llama PELDAÑO DE ARRANQUE, el último escalón, PELDAÑO DEL DESCANSILLO. Los escalones horizontales que uno pisa encajan lateralmente en las MEJILLAS DE LA ESCALERA, y los espacios libres entre los distintos peldaños se llaman incluso OJOS DE LA ESCALERA. Por las piezas de las máquinas hidráulicas, embadurnadas de aceite, ya conocía las bellas palabras COLA DE GOLONDRINA y CUELLO DE CISNE, para ajustar un tornillo se utilizaba una MADRE DE TORNILLO, e igualmente me dejaron asombrada los poéticos nombres de las partes de una escalera, la belleza del lenguaje técnico: MEJILLAS DE LA ESCALERA, OJOS DE LA ESCALERA – es decir, la escalera tenía un rostro, ya fuese de madera, piedra, cemento o hierro – y los hombres reproducen su propia cara en las cosas más voluminosas del mundo, dan al material muerto los nombres de su propia carne, lo personifican en partes del cuerpo. Y el arduo trabajo sólo les resulta soportable a los especialistas gracias a esa ternura oculta. Cada trabajo, en cada profesión, se rige por el mismo principio de la pregunta de mi madre sobre el pañuelo.
Cuando yo era niña, en casa había un cajón destinado a los pañuelos. En él se alineaban tres pilas en dos hileras, una detrás de la otra:
A la izquierda, los pañuelos de hombre, para el padre y el abuelo.
A la derecha, los pañuelos de mujer, para la madre y la abuela.
En el centro, los pañuelos de niño, para mí.
Aquel cajón era nuestro retrato de familia en formato de pañuelo. Los pañuelos de hombre eran los más grandes, tenían un borde oscuro de color marrón, gris o burdeos. Los pañuelos de mujer eran más pequeños, con borde azul celeste, rojo o verde. Los pañuelos de niño eran los más pequeños, sin borde, pero en el cuadrado blanco había flores o animales pintados. Entre los tres tipos de pañuelos había los que se usaban los días laborables, en la hilera anterior, y los que se usaban los domingos, en la hilera posterior. Los domingos, el pañuelo debía hacer juego con el color de la ropa, aunque no se viera.
Ningún otro objeto en la casa, ni siquiera nosotros mismos, nos resultaba tan importante como el pañuelo. Podía utilizarse para una infinidad de cosas: resfriados, cuando la nariz sangraba o había alguna herida en la mano, el codo o la rodilla, cuando uno lloraba o lo mordía para reprimir el llanto. Un pañuelo frío y húmedo en la frente aliviaba el dolor de cabeza. Con cuatro nudos en las esquinas servía para protegerse del sol o de la lluvia. Cuando uno quería acordarse de algo, hacía un nudo en el pañuelo como artificio nemotécnico. Para cargar bolsas pesadas se envolvía en él la mano. Si ondeaba era una señal de despedida cuando el tren salía de la estación. Y como tren se dice en rumano TREN, y en el dialecto del Banato lágrima (Träne) se dice trän, en mi cabeza el chirrido de los trenes sobre los rieles equivalía siempre al llanto. En la aldea, cuando alguien moría se le ataba enseguida un pañuelo en torno a la barbilla para que la boca permaneciera cerrada cuando pasaba la rigidez cadavérica. Cuando en la ciudad alguien se desplomaba al borde del camino, siempre había un transeúnte que con su pañuelo cubría la cara del muerto, y así el pañuelo pasaba a ser su primer reposo mortuorio.
A última hora de la tarde, los días calurosos del verano, los padres enviaban a sus hijos al cementerio para que regasen las flores. Nos juntábamos dos o tres e íbamos de una tumba a la otra, regando rápidamente. Luego nos sentábamos, muy pegados unos a otros, en las escaleras de la capilla y observábamos cómo de algunas tumbas subían nubecillas de vapor blanco. Volaban un ratito en el aire negro y desaparecían. Para nosotros eran las almas de los muertos: Figuras zoomórficas, gafas, frasquitos y tazas, guantes y medias. Y de vez en cuando un pañuelo blanco con el borde negro de la noche.
Más tarde, conversando con Oskar Pastior para escribir sobre su deportación a un campo de trabajos forzados soviético, me contó que una anciana madre rusa le regaló una vez un pañuelo blanco de batista. Tal vez tengáis suerte tú y mi hijo, y podáis regresar pronto a casa, dijo la rusa. Su hijo tenía la misma edad que Oskar Pastior y estaba tan lejos de casa como él, en la dirección opuesta, dijo, en un batallón de castigo. Oskar Pastior había llamado a su puerta como un mendigo medio muerto de hambre, quería cambiarle un trozo de carbón por un poquito de comida. Ella lo hizo entrar en la casa y le dio un plato de sopa. Y cuando la nariz de Oskar empezó a gotear en el plato, le dio el pañuelo blanco de batista, que nadie había usado todavía. Con un borde calado de bastoncillos y rosetas impecablemente bordados con hilos de seda, el pañuelo era una belleza que abrazó e hirió al mendigo. Un híbrido; por un lado un consuelo de batista; por el otro, una cinta métrica con bastoncillos de seda, las rayitas blancas en la escala de su desamparo. El mismo Oskar Pastior era un híbrido para esa mujer: un mendigo extraño en la casa y un hijo perdido en el mundo. En esas dos personas lo había hecho feliz y le había exigido demasiado el gesto de una mujer que para él también era dos personas: una rusa extraña y una madre preocupada con la pregunta: ¿TIENES UN PAÑUELO?
Desde que me enteré de esta historia también yo tengo una pregunta: Es ¿TIENES UN PAÑUELO? válida en todas partes y se halla extendida sobre medio mundo en el brillo de la nieve entre la congelación y el deshielo? ¿Cruza todas las fronteras pasando entre montañas y estepas hasta adentrarse en un gigantesco imperio sembrado de campos de trabajos forzados? ¿No hay manera de dar muerte a la pregunta ¿TIENES UN PAÑUELO? ni siquiera con la hoz y el martillo, ni siquiera en el estalinismo de la reeducación a través de tantos campos de trabajos forzados?
Aunque hace décadas que hablo rumano, en la conversación con Oskar Pastior me percaté por primera vez de que en rumano pañuelo se dice BATISTA, de nuevo la sensual lengua rumana, que simplemente lanza con apremio sus palabras hasta el corazón de las cosas. El material no da ningún rodeo, se designa como pañuelo listo, como BATISTA. Como si cada pañuelo fuera de batista en todo tiempo y lugar.
Oskar Pastior guardó en la maleta el pañuelo como reliquia de una doble madre con un doble hijo. Luego se lo llevó a casa tras cinco largos años en el campo de trabajos forzados. ¿Por qué? – su pañuelo blanco de batista era esperanza y miedo, y cuando uno renuncia a la esperanza y al miedo, muere.
Después de la conversación sobre el pañuelo blanco me pasé media noche pegándole a Oskar Pastior un collage sobre un papel blanco:
Aquí bailan puntos dice Bea
entras en un vaso de leche de tallo largo
ropa interior blanca tina de zinc gris verde
contra reembolso se corresponden
casi todos los materiales
mira aquí
yo soy el viaje en tren y
la cereza en la jabonera
nunca hables con hombres extraños ni
acerca de la Central
Cuando a la semana siguiente fui a su casa a regalarle el collage, me dijo: encima debes pegar: “PARA OSKAR”. Yo le dije: Lo que te doy, te pertenece, y tú lo sabes. Él dijo: debes pegarlo encima, tal vez el papel no lo sepa. Me lo llevé de nuevo a casa y encima pegué: para Oskar. Y se lo volví a regalar la semana siguiente, como si hubiera regresado la primera vez de la puerta sin pañuelo y ahora estuviera por segunda vez en la puerta con pañuelo.
Con un pañuelo termina también otra historia:
El hijo de mis abuelos se llamaba Matz. En los años treinta lo enviaron a Timişoara a estudiar finanzas para que se hiciera cargo del negocio de cereales y de la tienda de ultramarinos de la familia. En la Escuela enseñaban maestros del Reich alemán, auténticos nazis. Al concluir sus estudios Matz quizás había recibido, de paso, una capacitación en finanzas, pero sobre todo recibió una formación de nazi – un lavado de cerebro planificado. Cuando salió de la escuela, Matz era un nazi fervoroso, un convertido. Ladraba consignas antisemitas, era inalcanzable como un débil mental. Mi abuelo lo reprendió repetidas veces, diciéndole que debía toda su fortuna sólo a los créditos de hombres de negocios judíos amigos suyos. Y al ver que esto no servía de nada, lo abofeteó varias veces. Pero a su hijo le habían trastornado el juicio. Jugaba a ser el ideólogo de la aldea, vejaba a los muchachos de su edad que se negaban a ir al frente. En el ejército rumano ocupaba un puesto de oficinista. Pero de la teoría quiso pasar a la práctica. Se presentó voluntario en las SS, quería ir al frente. Unos meses después regresó a casa para casarse.
Tras haber sido testigo de los crímenes en el frente, aprovechó una fórmula mágica válida para escaparse unos días de la guerra. Esa fórmula mágica era: permiso por boda.
Mi abuela tenía dos fotos de su hijo Matz en el fondo de un cajón, una foto de la boda y una foto de la muerte. En la foto de la boda se ve una novia vestida de blanco, una mano más alta que él, esbelta y seria, una virgen de yeso. Sobre su cabeza hay una corona de cera como hojas nevadas. Junto a ella está Matz con su uniforme nazi. En vez de ser un novio, es un soldado. Un soldado de la boda y su propio último soldado de la patria. Apenas volvió al frente, llegó la foto de la muerte. Y en ella un último soldado destrozado por una mina. La foto de la muerte es del tamaño de una mano, un campo negro, en el centro un paño blanco con un montoncito gris de restos humanos. Sobre el fondo negro, el paño blanco parece tan pequeño como un pañuelo de niño cuyo cuadrado blanco tiene pintado en el centro un dibujo extraño. Para mi abuela esa foto también tenía su híbrido. En el pañuelo blanco había un nazi muerto, en su memoria, un hijo vivo. Mi abuela dejó esa doble foto todos aquellos años en su devocionario. Rezaba cada día. Probablemente sus oraciones también tenían doble fondo. Probablemente seguían el hiato entre el hijo querido y el nazi obcecado y pedían también al Señor Dios que hiciera el espagat de amar a ese hijo y perdonar al nazi.
Mi abuelo había sido soldado en la Primera Guerra Mundial. Sabía de qué estaba hablando cuando decía a menudo y en tono amargo, refiriéndose a su hijo Matz: Sí, cuando ondean al viento las banderas, el juicio se pierde en las trompetas. Esta advertencia también era aplicable a la siguiente dictadura, en la que me tocó vivir a mí misma. A diario se veía cómo el juicio de los pequeños y grandes oportunistas se perdía en las trompetas. Yo decidí no tocar la trompeta.
Pero de niña tuve que aprender a tocar el acordeón contra mi voluntad. Pues en la casa se había quedado el acordeón rojo de Matz, el soldado muerto. Las correas del acordeón eran demasiado largas para mí, y para que no se resbalaran por mis hombros, el maestro de acordeón me las ataba a la espalda con un pañuelo.
Se puede decir que precisamente los objetos más pequeños, ya sean trompetas, acordeones o pañuelos, terminan atando las cosas más dispares en la vida; que los objetos giran y, en sus desviaciones, tienen algo que obedece a las repeticiones, al círculo vicioso. Uno puede creerlo, mas no decirlo. Pero lo que no puede decirse, puede escribirse. Porque la escritura es un quehacer mudo, un trabajo que va de la cabeza a la mano. De la boca se prescinde. En la dictadura yo hablaba mucho, sobre todo porque había decidido no tocar la trompeta. La mayoría de las veces, hablar tenía consecuencias intolerables. Pero la escritura empezó en el silencio, en aquella escalera de la fábrica donde tuve que sopesar y decidir conmigo misma más cosas de las que podían decirse. El acontecer ya no podía articularse en palabras. A lo sumo los añadidos externos, mas no su dimensión. Esta yo sólo podía deletrearla en mi cabeza, en silencio, en el círculo vicioso de las palabras al escribir. Reaccionaba ante el miedo a la muerte con hambre de vida. Era un hambre de palabras. Sólo el torbellino de las palabras podía captar mi estado y deletreaba lo que no podía decirse con la boca. Yo iba detrás de lo vivido en el círculo vicioso de las palabras, hasta que aparecía algo que no había conocido antes. Paralelamente a la realidad entraba en acción la pantomima de las palabras, que no respeta dimensiones reales, reduce las cosas principales y aumenta las secundarias. El círculo vicioso de las palabras confiere de buenas a primeras una especie de lógica maldita a lo vivido. La pantomima es furiosa y permanece atemorizada y tan adicta como hastiada. El tema dictadura surge ahí espontáneamente, porque la naturalidad ya nunca regresa cuando a uno se la han robado casi por completo. El tema está implícito ahí, pero las palabras se apoderan de mí y llevan al tema adonde quieren. Ya nada es cierto y todo es verdad.
Como chiste malo sobre la escalera estaba yo tan sola como en aquella época, en que de niña, cuidaba vacas en el valle del río. Comía hojas y flores para formar parte de ellas, porque ellas sabían cómo se vive y yo no. Me dirigía a ellas dándoles un nombre. El nombre cardo lechoso debía ser realmente la planta espinosa con leche en los tallos. Pero la planta no escuchaba el nombre cardo lechoso. Entonces yo lo intentaba con nombres inventados: COSTILLA ESPINOSA, CUELLO DE AGUJA, en los que no figuraban ni cardo ni lechoso. En el engaño de todos los nombres falsos ante la planta verdadera se abría el agujero hacia el vacío. La situación ridícula de hablar a solas en voz alta conmigo y no con la planta. Pero la situación ridícula me hacía bien. Yo cuidaba vacas y el sonido de las palabras me protegía. Sentía:
Cada palabra en el rostro
sabe algo del círculo vicioso
y no lo dice
El sonido de las palabras sabe que debe engañar, porque los objetos engañan con su material, y los sentimientos, con sus gestos. En el punto de intersección del engaño de los materiales y de los gestos se instala el sonido de las palabras con su verdad inventada. Al escribir no puede hablarse de confianza, sino más bien de la honestidad del engaño.
Por entonces, en la fábrica, cuando yo era un chiste malo sobre la escalera, y el pañuelo, mi oficina, también encontré en el diccionario la hermosa palabra INTERÉS ESCALONADO, que designa las tasas de interés de un préstamo que van subiendo por tramos. Las tasas de interés son para uno gastos y para otro, ingresos. Al escribir acaban siendo ambas cosas, cuanto más voy ahondando en el texto. Cuanto más me expolia lo escrito, tanto más muestra a lo vivido lo que no había en el vivir. Sólo las palabras lo descubren, porque antes no lo conocían. Allí donde sorprenden a lo vivido es donde mejor lo reflejan. Se vuelven tan apremiantes que lo vivido debe aferrarse a ellas para no deshacerse.
Me parece que los objetos no conocen su material, que los gestos no conocen sus sentimientos y las palabras tampoco conocen la boca que las enuncia. Pero para asegurarnos nuestra propia existencia necesitamos los objetos, los gestos y las palabras. Cuanto más palabras nos es permitido usar, tanto más libres somos. Cuando se nos prohíbe la boca, intentamos afirmarnos con gestos e incluso con objetos. Son más difíciles de interpretar y permanecen un tiempo libres de sospecha. Y así pueden ayudarnos a convertir la humillación en una dignidad que permanece libre de sospecha por un tiempo.
Poco antes de mi emigración de Rumania, el policía de la aldea vino un día muy de mañana a llevarse a mi madre. Ella estaba ya en la puerta cuando se le ocurrió la pregunta: ¿TIENES UN PAÑUELO? Y no lo tenía. Aunque el policía se mostró impaciente, ella volvió a entrar en la casa y sacó un pañuelo. En la comisaría el policía estalló en gritos e improperios. Los conocimientos de rumano de mi madre no bastaban para que comprendiera los rugidos del policía, que luego se marchó del despacho y cerró la puerta con llave desde fuera. Mi madre se pasó el día entero encerrada allí. Las primeras horas sentada a la mesa, llorando. Después empezó a ir de un lado para otro y a limpiar el polvo de los muebles con el pañuelo empapado en lágrimas. Por último cogió el cubo de agua del rincón y la toalla que colgaba de un clavo en la pared y fregó el piso. Me quedé aterrada cuando me lo contó. ¿Cómo has podido fregarle el despacho a ese individuo?, le pregunté. Y ella me respondió, sin ningún reparo: quería hacer algo para matar el tiempo. Y el despacho estaba tan mugriento. Hice bien en llevarme uno de los pañuelos de hombre, grandes.
Sólo entonces comprendí que con esa humillación adicional, pero voluntaria, se había proporcionado dignidad en aquel arresto. En un collage busqué palabras para formularlo:
Yo pensaba en la rosa vigorosa en el corazón
en el alma inservible como un colador
pero el propietario preguntó:
¿quién se acaba imponiendo?
yo dije: salvar el pellejo
él gritó: el pellejo es
sólo una mancha de la batista ofendida
sin juicio.
Me gustaría poder decir una frase para todos aquellos que, en las dictaduras, todos los días, hasta hoy, son despojados de su dignidad, aunque sea una frase con la palabra pañuelo, aunque sea la pregunta: ¿TENÉIS UN PAÑUELO?

Puede ser que, desde siempre, la pregunta por el pañuelo no se refiera en absoluto al pañuelo, sino a la extrema soledad del ser humano.

sábado, 23 de abril de 2016

Premio Miguel de Cervantes

Ignoro si así está estipulado pero desde que se instituyó el Premio Miguel de Cervantes en 1976, se han alternado los premios, un español y un latinoamericano. De esta manera han sido galardonados 20 españoles y 20 latinoamericanos, de los cuales; 6 son mexicanos, 4 argentinos, 3 cubanos, 3 chilenos, un uruguayo, un paraguayo, un peruano y un colombiano.
 ¡¡¡Bravo México!!!

Felicidades Fernando Del Paso


lunes, 21 de marzo de 2016

Paisaje al atardecer VVG 1885

"Si a la noche lloras por el sol, las lágrimas te impedirán ver las estrellas"



Vincent van Gogh, Paisaje al atardecer, 1885.
 Óleo sobre lienzo adherido a cartón, 35 x 43 cm,
 Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid  

viernes, 15 de mayo de 2015

http://ixkaanen.blogspot.mx/


Pelícanos en las casuarinas de la Casa de la Cultura de Coatzacoalcos
Fotografía de Ix-kaan

sábado, 16 de agosto de 2014

La Hojarasca


“A través de la puerta entreabierta se le vislumbraba en la oscuridad, y su rostro seco e inexpresivo, su cabello revuelto, la vitalidad enfermiza de sus duros ojos amarillos, le daban el inconfundible aspecto del hombre que ha empezado a sentirse derrotado por las circunstancias. “ 











 1955. La Hojarasca. Primer libro de Gabriel García Márquez


lunes, 24 de marzo de 2014

tiempo de aves

Tirso

Desde que empezó este año, diversos tipos de aves se han hecho presentes de alguna manera en el acontecer de los días. El primero fue Tirso, un búho enano de cuerpo dorado y regordete que es apenas del tamaño del puño; las plumas que cubren sus alas y su cabeza son rojizas y su aspecto es muy agradable. Fue el cuarto viernes de enero cuando apareció en pleno día en una de las ramas de la casuarina que está frente a mi balcón. Al verlo, corrí a buscar los binoculares y descubrí que me miraba fijamente, sin parpadear. No sé explicar por qué su extraña presencia despertó tanto mi curiosidad, por qué lo bauticé con ese nombre al consultar el santoral del día y que me impulsó a pedirle a mi hijo que lo fotografiara con un lente especial. Luego, me dispuse a investigar su especie para enterarme que se les llama comúnmente mochuelos, que su nombre científico es Athene noctua, que su hábitat está muy lejos de aquí, en el Mediterráneo, que es el símbolo de Atenas y, me animó saber que si bien son aves nocturnas, cuando aparecen de día, según las leyendas, son portadores de buenos augurios.
               Aún no sé cuál es la noticia que este visitante inesperado me tiene reservada pero desde entonces, Tirso llega todos los días por la mañana muy temprano, hace unos ruiditos “trrrr, trrrr” que no se parecen en nada a los que hacen sus parientes los tecolotes, se posa invariablemente en la misma rama y me observa con atención cuando salgo a darle de comer a Bosco y a sus amigos. Mi pequeño vigilante permanece inmóvil hasta que cae la tarde  y luego emprende de nuevo el vuelo con rumbo desconocido. Ahora me llama mucho la atención saber que Tirso es un nombre mitológico que proviene del griego Thyrsus, que significa “contemplador” pero  sobretodo pensar que lo escogí de entre los tres santos que se celebran ese día.
               Una semana después de la llegada de Tirso conocí a Bosco, este personaje es el líder de una parvada de pecho-amarillos bullangueros y escandalosos que me visitan varias veces al día para pedirme su alimento favorito: las relucientes semillas color carmesí de las samias. Todo empezó un día muy temprano cuando regaba las plantas bajo la mirada de mi amigo Tirso y escuché los gritos estridentes de uno de estos Pitangus sulphuratus. Estaba en el cable de la luz y acto seguido, lo vi clavarse en una jardinera (justo como hacen las gaviotas al visualizar a los peces)  para salir triunfante con una pepita roja en el pico. Fue así como descubrí que de en medio del follaje de estas plantas surgían ya las mazorcas que aglutinan sus semillas. Bajé y con mucho cuidado desgrané una de ellas y las puse en un plato de plástico que coloqué en el dintel del balcón. Al poco rato escuché a los enmascarados pajarillos armando tremendo escándalo, estaban como enloquecidos robándose las semillas hasta que no quedó ni una. En el transcurso del día los pájaros volvieron varias veces a demandarme  alimento, piando enardecidos y picoteando el plato vacío. Dispuesta a complacerlos me volví una experta recolectora de semillas de samia, al grado que,  cada vez que veo una, estaciono el coche y me bajo a buscar mazorcas para mis nuevos amigos y ya hasta les compré un bebedero.  Aunque todos parecen iguales, puedo distinguir a simple vista a uno de ellos, el más grande de todos, el líder, a quien recurriendo de nuevo al santoral, bauticé con el nombre de Bosco.
               Unos días más tarde, mi hermana me pidió que le cuidara a sus mascotas pues iban a fumigar su casa. Una de ellas es un periquito australiano color celeste que se llama “Cachetes”. Yo no soy partidaria de los animales enjaulados pero no me quedó más remedio que aceptar. “Cachetes” vive en una jaula blanca muy elegante y de gran tamaño, misma que coloqué en el balcón. A la mañana siguiente cuando escuché llegar a la pandilla de los enmascarados demandantes, salí a ponerles sus semillas y entonces sucedió algo que me enterneció; Bosco tomó una de ellas y la fue a colocar entre los barrotes de la jaula del periquito.
               Llegó febrero y el regreso al taller literario, curiosamente nos toca leer un cuento de Quiroga acerca de un loro… y por si fuera poco escucho el trinar melodioso de unos pajarillos en la música del ejercicio de hoy… ya es demasiado me dije, tal parece que es tiempo de aves, creo que tengo que escribir algo acerca de ellas, quizá así le encuentre un sentido a lo que me está sucediendo.

Rosa Lotfe
Taller BDC
Marzo 5, 2014.



domingo, 9 de marzo de 2014

Instante


a Pau Balam


me miras y…
reconozco en tus ojos
chispas de miradas
de otros tiempos

me tocas y…
tus caricias
suaves y mullidas
me estremecen

me sonríes y…
en ese instante
se esfuma
de mi rostro la tristeza

domingo, 26 de enero de 2014

Tarde o temprano... adiós José Emilio

Homenaje a Nezahualcoyotl *

I
No tenemos raíces en la tierra.
No estaremos en ella para siempre:
       sólo un instante breve.

También se quiebra el jade
       y rompe el oro
y hasta el plumaje de quetzal se desgarra.

No tendremos la vida para siempre:
       sólo un instante breve.

II
En el libro del mundo Dios escribe
con flores a los hombres
       y con cantos
les da luz y tinieblas.

Después los va borrando:
       guerreros, príncipes,
con tinta negra los revierte a la sombra

       No somos reyes:
somos figuras en un libro de estampas.

III
Dios no fincó su hogar en parte alguna.
Solo, en el fondo de su cielo hueco,
está Dios inventando la palabra.

¿Alguien lo vio en la tierra?

       Aquí se hastía,
no es amigo de nadie.

Todos llegamos al lugar del misterio.

IV
De cuatro en cuatro nos iremos muriendo
       aquí sobre la tierra.

Somos como pinturas que se borran,
       flores secas, plumajes apagados.

Ahora entiendo este misterio, este enigma:
el poder y la gloria no son nada:
con el jade y el oro bajaremos
       al lugar de los muertos.

De lo que ven mis ojos desde el trono
no quedará ni el polvo en esta tierra.


martes, 4 de junio de 2013

"A Passion Project"


Exposició fotogràfica



A Passion Project són petites històries sobre passions. Aquella que sent una persona creativa per allò que crea. El vincle afectiu entre obra i creadora (aquest sentiment impalpable) és transmès i és percpetible, i entra, llavors, en el terreny de les passions de l'Andrea Lotfe: la fotografia i l'obsessió pel detall.

http://www.andrealotfe.com/koken/index.php?/pro/

viernes, 24 de mayo de 2013

Temores...Ernest Hemingway


Temía estar solo, hasta que aprendí a quererme a mí mismo.
Temía fracasar, hasta que me di cuenta que únicamente fracaso cuando no lo intento.
Temía lo que la gente opinara de mí, hasta que me di cuenta que de todos modos opinan.
Temía que me rechazaran, hasta que entendí que debía tener fe en mí mismo.
Temía al dolor, hasta que aprendí que éste es necesario para vivir.
Temía a la verdad, hasta que, hasta que descubrí la fealdad de las mentiras.
Temía a la muerte, hasta que aprendí que no es el final, sino más bien el comienzo.
Temía al odio, hasta que me di cuenta que no es otra cosa más que ignorancia.
Temía al ridículo, hasta que aprendí a reírme de mí mismo.
Temía hacerme viejo, hasta que comprendí que ganaba sabiduría día a día.
Temía al pasado, hasta que comprendí que es sólo mi proyección mental y ya no puede herirme más.
Temía a la oscuridad, hasta que vi la belleza de la luz de una estrella.
Temía al cambio, hasta que vi que aún la mariposa más hermosa necesitaba pasar por una metamorfosis antes de volar.

¿ y… entonces?
2 de julio de 1961



miércoles, 13 de febrero de 2013

El coyote zahuatero (coyotlzahuatli)

a Ernest

     Gabriel escucha unas pisadas cautelosas y ligeras sobre las hojas secas que permanecen amontonadas en el traspatio, justo al pie de la ventana de la cocinilla. Deja de leer para aguzar el oído al tiempo que recorre con la mirada las paredes desnudas de la cabaña donde cuelga solitaria su escopeta. Ya no queda nada que vender, en un huacal de madera había juntado el resto de sus pertenencias; la cajita de santalum con las nueve cartas cienmilvecesleídas de Alfonsina y siete de sus más de trescientos libros. Ahora las repisas ostentan sólo el polvo del tiempo…  una mueca indefinida se dibuja en sus labios apenas perceptibles entre el bigote hirsuto y la maraña de la barba cenicienta.
     ¡Otra vez las agujillas!
     Se rasca precipitadamente la piel cetrina del pecho hasta hacerla sangrar, apura el resto del vodka que queda en el pocillo e intenta ponerse de pie pero los huesos no le obedecen. Se resigna a leer por séptima vez el mismo cuento de Carlos Fuentes, “Pantera en Jazz”. Alumbrado por la luz oleaginosa del quinqué, lee y bebe obsesionado hasta que le da fin a la botella. ¡La última y ya no hay para más! Deja de un lado el martirio del loco de Fuentes y su bestia encerrada y trata de nuevo de pararse sin éxito, sus huesos endebles se han acogollado en la vieja poltrona, apaga la lámpara, toma aire, se impulsa y se tira al suelo y así, a gatas, en medio de la penumbra, consigue llegar hasta el catre de fierro donde duerme desde que vendió la cama. Otro impulso y logra depositar su esqueleto sobre la hedionda colchoneta. Apenas cierra los ojos y vuelve a escuchar las pisadas, esta vez por toda la orilla de la cabaña y una y otra y otra vez el chasquido de las hojas al pie de la ventana de la cocinilla. Lo que fuera daba vueltas y vueltas, quizá era un coyote hambriento tratando de entrar, lo que fuera no lo dejaría dormir, lo que fuera lo estaba enloqueciendo, y para colmo…¡las agujillas se habían despertado! Se rasca con saña el pecho ensangrentado, deja escapar un quejido lastimero, el coraje le da fuerzas para incorporarse y ya de pie, avanza trastabillando enfurecido, descuelga la escopeta y sale decidido a terminar con ese tormento… todo le da vueltas… todo le da vueltas…todo le da vueltas.
     Asunción se levanta al alba como cada día, prepara su canasta de quesos y sale rumbo al mercado, toma el sendero hacía la carretera pero se detiene extrañada al ver la puerta abierta de la cabaña de Gabriel…
¡Si ese miserable borracho jamás se levanta temprano!
    Se acerca, y se encuentra al viejo tendido sobre un charco de lodo rojizo con los labios alrededor de la boca de su escopeta.

Taller BCD
13/Feb/2013

viernes, 1 de febrero de 2013

viernes, 7 de diciembre de 2012

El hijo de Monche

Yo leía su blog muchos años antes de que sus artículos fueran publicados en un diario de la localidad, a su vez, él leía el mío e intercambiábamos comentarios y opiniones. Es cierto que la mayoría de las veces nos echábamos flores como también lo es que cuando no coincidíamos nos enfrascábamos en sendas y sabrosas discusiones que en ocasiones derivaban en un largo chateo. Ya las extraño.
La primera vez que visité su página por recomendación de un amigo, sentí curiosidad por saber el motivo del título “Una humilde flor para Monche” y, debo confesar que quedé sorprendida pues quién solía definirse a sí mismo como “guabino”, cuyo significado según sus propias palabras es “un parroquiano del Bar La Guabina que cada sábado ocupa siempre la misma mesa, la ubicada en la esquina noreste del establecimiento… esta Mesa se constituye en el lugar para pasar un buen rato y olvidar las presiones de la vida cotidiana entre chismes, cuentos, embustes, patrañas, chistes, bromas, burlas, chacotas, guasas, carcajadas, risotadas, jolgorios, tragos, copas, cervezas y uno que otro insulto –que no trasciende- Pues bien, decía que me sorprendió que este parroquiano amigo de la chacota, le hubiera dedicado el blog a su madre y se presentara sencillamente como: “Hijo de Monche y el profesor Chávez, esposo de Sura, papá de Pingo y de Guille, columnista, ciudadano y hombre feliz”. [http://ramari.blogspot.com.es/2009/01/la-franja-de-guabina.html]
Además de la sencillez en la forma de abordar sus temas, tenía la particularidad de encontrar el sentido de las pequeñas cosas cotidianas; escudriñar en los sentimientos de las personas que salían a su paso e imaginar toda una historia en torno a ellas bajo su aguda percepción; contar anécdotas a modo de analogías para mostrarnos el escenario de la nota del momento; hacer propuestas para resolver los conflictos donde ponía de manifiesto su sentido común y gran calidad humana.
Analítico hasta la médula, desmenuzaba los párrafos de una carta, un curso o un proyecto hasta encontrar lo que lo podría hacer inviable para luego proponer las modificaciones buscando siempre obtener óptimos resultados. Todo esto lo constaté cuando tuve la suerte de participar en varios talleres sobre medio ambiente y desarrollo sustentable impartidos por él. ¡Tantas cosas que aprender y el tiempo cada vez más escaso!
Coatzacoalquense por adopción, porque él era de Poza Rica de Hidalgo, Ver., le tenía un gran cariño a nuestro puerto y sabía más de su historia que muchos nacidos aquí. Le nombraba “el sitio de Ce Acatl Topiltzin Quetzalcóatl” y lo hacía patente en su blog sobre una bella toma del río Coatzacoalcos desde las escolleras.
Ahora a él también le tocó abordar la balsa de serpientes y perderse en el horizonte. Ni hablar, para allá vamos todos, mientras tanto sé que lo veré sonreír cada vez que abra su página.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

En palo de rosa

Los detalles de la habitación que compartí con mis tres hermanas aún permanecen frescos en mi memoria. Entre aquellos muros pintados en un suave y cálido palo de rosa transcurrieron los momentos más vívidos de mi lejana infancia.
La recámara estaba ubicada al final de un largo pasillo tapizado de libreros y era la más grande de la casa. La gruesa puerta de la entrada era en madera color cereza, tomando en cuenta la cornisa en la parte superior del marco, debía medir como tres metros de altura. En el interior, el mobiliario estaba hecho a la medida, en un tono marfil veteado que contrastaba armoniosamente con las paredes y el verde seco de los mosaicos del piso que encuadraban el dibujo de una solitaria fleur de lis. El cabezal de una sola pieza de cuatro metros de ancho, servía de respaldo a dos grandes camas separadas en el centro por un buró con dos cajones pequeños. El tocador, empotrado en una de las paredes laterales, se coronaba con un espejo inmaculado, circular y sin marco. Frente a éste, un mullido taburete redondo y de bajo respaldo forrado con una tela lisa y rosácea que hacía juego con las sobrecamas.
El mueble más sobresaliente era la enorme cómoda del mismo ancho del cabezal con doce gavetas, tres para cada una; la de arriba tenía llave para que guardáramos las cosas personales, la segunda era para la ropa interior y los pijamas, mientras que la tercera estaba destinada a los trajes de baño, los shorts y las playeras. Como dato anecdótico, no puedo dejar de mencionar que en ese entonces, los permisos estaban supeditados a la minuciosa revisión que mi madre hacía al closet y a los cajones; si ella encontraba algo fuera de lugar, no había llanto ni súplica válida que la hiciera desistir de su negativa.
Sobre la cómoda estaban alineadas pequeñas figuras; unas de porcelana y otras de pasta; réplicas de santos y vírgenes, que a decir de mi madre, eran los que nos protegían. Cada una tenía la suya, la mía era Santa Rosa de Lima y en su base se guardaba un rosario de filigrana que había pertenecido a mi abuela paterna. A mí la que más me llamaba la atención era la imagen del ángel de la guarda que colgaba de la pared, justo al centro de las dos camas, que con sus palmas unidas, su mirada y su sonrisa benevolente nos contemplaba desde lo alto a la hora de rezar antes de acostarnos a dormir.
Lo único que rompía con toda esta ordenada pulcritud y simetría, era un tocadiscos portátil color magenta. La consola estaba en la sala y casi nunca nos dejaban estar en ese lugar de la casa, así que mi madre accedió a que colocáramos el “moderno” aparato importado y los discos favoritos de cada una, en la esquina de la cómoda, al lado de los “santitos”. En aquel tiempo la televisión aún no llegaba a mi ciudad, así que el momento mágico del día era cuando regresábamos del parque y antes de que nos llamaran para la cena. Le llamábamos “la hora del tocadiscos”. Sacábamos todos los juegos del baúl y poníamos el cuarto de cabeza; bailábamos con las canciones de Cri-Crí o escuchábamos atentas las estupendas narraciones de nuestra colección de cuentos infantiles. Nos reíamos hasta las lágrimas cambiando las revoluciones de 33 a 45 ó 78 a modo de travesura. Más tarde nos dio por disfrazarnos y cantar usando los cepillos como micrófonos para imitar a nuestros ídolos de las películas de aquel entonces: Rocío Dúrcal y Marisol.
Hoy, la nostalgia me transporta hacia aquellos muros pintados en palo de rosa que cobijaron los breves instantes - de eufórica libertad- que compartimos esas cuatro niñas que jugaban a vivir,  y ... cierro mis ojos para escuchar de nuevo sus risas.