Una mañana de mayo allá por el año de 1970, mi hermana y
yo decidimos darnos una vuelta por el empedrado barrio del viejo Coyoacán donde
se instalaba un mercado de pulgas. Nos quedaba a tan sólo siete cuadras del convento
de las Madres Franciscanas que funcionaba como internado para estudiantes de
provincia. Sólo íbamos a mirar, pues en aquella época apenas si nos alcanzaba la
mensualidad para ir al cine cada quince días. Caminábamos de puesto en puesto
admirando objetos antiguos cuando de repente me topé con un mueble que me hizo
retroceder diez años en un instante.
¡No! ¡No puede
ser! Ahí estaba el pequeño taburete semicircular tapizado en tela de gobelino
con sus patitas en forma de cono de helado que alguna vez fue parte del mobiliario
de la recámara de mis padres. ¿Sería el mismo? Quién sabe, pero si no, era una réplica exacta del mismo alzapiés
donde me pasaba una hora diaria repitiendo la cartilla mientras mi papá dormía
la siesta… eme a …eme a… mamá, ene i
…eñe o…niño, … eme e… ese a…mesa, …
No pude resistir
las ganas de volverme a sentar en él. Al acariciar la tela rugosa del forro,
una lluvia de imágenes llegó de improviso; las tardes en el patio de la dueña
de la "Sombrerería El Castor” que se encontraba en la calle Hidalgo, frente a mi
casa; el rostro de doña Amelia Herrera – la maestra- sus ojos exageradamente
pintados con lápiz negro, el olor intenso de su polvorete y su bigote entrecano
que me provocaba pesadillas, su andar despacito mostrando su enorme joroba, sus manos huesudas de uñas largas y puntiagudas que
sostenían la vara con la que nos
propinaba un “estate quieto” ante cualquier distracción… ¡y es que había tantas
cosas que ver!
Mientras deletreábamos la cartilla, hacíamos rechinar el
plástico que cubría el antiguo sofá; observábamos a las
gallinas corretear por la cocina o al viejo perro peludo que nos miraba indiferente,
triste y aburrido; escuchábamos el gorjeo de los guajolotes que venía desde el
corral y el trinar de los canarios que volaban desesperados de un lado a otro
en su jaula… y así, todos los días hasta
que del enorme reloj de pared salía el cucú que nos avisaba que la clase había
terminado y esperábamos con ilusión la paleta de hielo con sabor a limón que a veces
doña Amelia nos daba de premio.
Me acomodé en el taburete que ahora resultaba incómodo y
pequeño, las rodillas me quedaban a la
altura del pecho y me obligaban a estar casi en posición fetal, más al evocar a
mi papá escuchando mi sonsonete a la hora de la siesta, sonreí con una mueca que
bien podría llamarse… ¿nostalgia?
Taller BDC
Marzo 2011
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