Se fue mayo, mes que eligieron para partir dos mujeres inigualables cuya presencia fue tan fuerte que no pudo pasar desapercibida en el sendero de mi vida. Las dos nacieron en la misma época, en los principios del siglo XX, con escasos meses de diferencia. Una de origen libanés y oriunda de Tehuantepec; inteligente, culta y gran conversadora, de rostro altivo y profunda mirada esmeralda que iluminó mi niñez. Otra, inglesa de nacimiento y mexicana por adopción y adoración de las culturas indígenas y prehispánicas de nuestro país, se presentó de pronto en mi clase de historia del arte -siendo yo una adolescente- robándome el aliento.
Carmen y Leonora… al repetir sus nombres, vuelven a mi chispazos de aquellos tiempos; momentos irrepetibles de asombro y admiración; oír a la gran conversadora o leer sobre la pintora y escritora.
-¡Buenos días camarada!- ¡Cómo olvidar aquellas palabras a la hora del desayuno! Era el saludo invariable de la tía Carmen por las mañanas cuando abría la pequeña rejilla que comunicaba la terraza de su casa con la nuestra, seguidas de la respuesta siempre entusiasta de mi padre:- ¡Pásale camarada!-
No puedo precisar cuántos minutos duraba aquella alegre charla matutina, instantes en los cuales mis hermanos y yo permanecíamos en completo silencio, a veces sin entender de qué o de quienes hablaban, pero arrobados por la cantidad de palabras desconocidas que ambos utilizaban con una facilidad fascinante. Para mí en particular, era como asistir a una clase de historia universal expuesta de una manera interesante y divertida. Hablaban de todo lo que acontecía en el mundo, ambos eran ávidos lectores y a la hora de su encuentro ya se habían leído los periódicos de principio a fin. Para ser más precisa, aquellos momentos eran comparables -si cabe - a lo que hoy representa para mí ingresar a google para investigar o salir de dudas sobre algún tema, ya que recuerdo que cuando ella se despedía y mi padre se levantaba de la mesa, lo seguía por todo el pasillo haciéndole mil preguntas, las que afortunadamente me respondía haciendo gala de su gran paciencia, dejándome ver con aquella sonrisa de satisfacción, que le gustaba que yo quisiera saber el significado de las “palabras raras”. El interés que despertaba en mí este personaje no se limitaba sólo a escucharla durante aquellas amenas charlas tempraneras, sino que siempre que se presentaba la oportunidad -y había muchas dado que era nuestra vecina- en la que podía observar las facetas de su personalidad; su voz fuerte y bien templada; su casa pulcra e impecable resultado de su obsesión por la limpieza y el orden; sus excelentes dotes culinarias; su gran fervor religioso y ese andar de reina triunfadora que la caracterizaba, así fuera en su casa con bata y pantuflas o en todos los ámbitos donde se movía con elegancia y distinción.
Así también, la sorprendente determinación de Leonora, para hacerle frente a las contrariedades del destino, me enseñó que no existen parámetros, ni límites para que una mujer pueda moverse en los círculos entonces considerados prohibidos para sus contemporáneas. Escapar de la tutela de sus padres y renunciar a un modus vivendi adinerado y cómodo – siendo tan joven- para poder dedicarse a sus ideales; defender su espíritu inconformista que no encajaba en ningún colegio, actitud que la lleva a encontrar en el surrealismo su razón de ser; que la impulsa a crear ámbitos oníricos y mágicos para pintar lo inimaginable o a escribir lo inenarrable (como sus Memorias de Abajo); con una imaginación fantástica para interpretar a los animales y a la naturaleza que la lleva a realizar las esculturas de bronce que quedan como testimonio de su huella en México; una señora tan singular e increíble, que inspira a Elena Poniatowska a perpetuar su nombre en “Leonora” como titula su obra más reciente; un ser único y fuera de lugar descrita por Octavio Paz como: “un personaje delirante, maravilloso”, “un poema que camina, que sonríe, que de repente abre una sombrilla que se convierte en un pájaro que se convierte después en pescado y desaparece”.
Carmen y Leonora… las dos eligieron el mes de mayo para partir, pero a diferencia de otros tantos, no dejan un gran vacío, porque llenaron todos los espacios por los que caminaron.
Este escrito lo había leido y me gustó mucho... sobre todo la sorpresa de encontar contigo una complicidad más ;)
ResponderBorrarbesos mi kiki!
Doña Carmen fué siempre un pilar familiar y una referencia obligada para poder definir toda una época en Coatzacoalcos, de las mejores amigas de mi abuela, ambas de un carácter tan sólido como generoso, te cuento que ella continuó por mucho tiempo su costumbre de saludar en las mañanas y despedirse por las noches de sus vecinos: ya mudada al edificio (media cuadra más adelante, ya sabes cual...) se hacían señas ella desde su balcón sobre av. Hidalgo y mi abuela desde la ventana de su departamento que daba de frente al de Doña Carmen y Doña René. Un abrazo, Alberto Mimendi.
ResponderBorrarAlberto, me da gusto que compartamos recuerdos de personajes tan singulares que dejaron su huella en el acontecer de esta ciudad, como tu abuela y mi tía.
ResponderBorrarUn abrazo