No había pegado el ojo en toda la noche, así que abandonó la cama antes
del amanecer, se vistió y evitando hacer el menor ruido, salió de su casa con
rumbo a la parroquia.
Al cruzar la puerta del
patio trasero de la iglesia, escuchó de inmediato los gritos estridentes de
Dorotea: -¡A maríaaaa! ¡A, a, a, maríaaaaaa! –
El padre Aniceto se
asomó por la ventana de la cocina y se sorprendió al ver al nieto de doña
Chinta en la puerta del patio.
-¡A, a, a, maríaaaaaa! – Dorotea caminaba de un lado a otro de la
pajarera, dando pequeños saltitos y extendiendo sus blanquísimas alas.
-Ya, ya, ya lo vi Dorotea, ya lo vi. Le dio al pájaro una galleta y una
sonrisa al tiempo que decía: - Pasa
Dionisio, pasa. ¿Qué te trae por aquí a estas horas?
-El muchacho le contestó titubeante.- Vi… vine por… porque quie… quiero confesarme, no… no… he podido
dormir bien des…desde hace días pa…
padre.
¡Vaya! ¿Y no podías esperar a la tarde?
-No… no, padre, por… por eso vine antes de la misa de seis, entro a clases a las siete.
-Está bien, pasa y espérame en la sacristía, ahora voy.
Una vez descargada la
conciencia, Dionisio volvió a casa pensando en su penitencia. Doña Chinta aún
no se había levantado por lo que aprovechó para preparar el café y calentar la
leche con canela, luego bajó de la alacena una lata grande y redonda de la que
sacó cuatro bizcochos de mantequilla y los puso en un plato en el centro de la
mesa.
Miró a su alrededor y se
topó con el nicho donde reposaba la aberrante imagen de San Dionisio, de pie,
vestido con sus hábitos talares ensangrentados y la cabeza cercenada sostenida
con sus manos a la altura de su pecho.
En eso estaba cuando escuchó pasos.
-¡Qué rico es despertar con ese aroma! ¿Qué te pasó Dionisio? ¿Te caíste
de la cama? –
- Buenos días abuela- El muchacho le dio un beso al tiempo que le
ofrecía la silla. - Aquí está tu cafecito con leche, bien caliente como a ti te
gusta-
- ¿Qué te traes hijo?
- Nada-
-Mmmm, ¿nada?
-Nada abuela, nada. Me levanté temprano, eso es todo.
-Bien, si es así, demos gracias.
Doña Chinta era tan
ferviente con su religión que toda su conversación versaba en las actividades
de la iglesia. En esa ocasión habló con entusiasmo de todos los preparativos
para las fiestas de la parroquia que tendrían lugar al día siguiente y le pidió
a su nieto que fuera al mercado al salir de la prepa para comprar lo que le
hacía falta.
Dionisio regresó cerca
de las tres de la tarde con todos los encargos de la abuela, pero al abrir la
puerta de la casa percibió un intenso olor a quemado.
Doña Chinta que rezaba
el rosario arrodillada a los pies del nicho de San Dionisio, volteó a verlo con
los ojos enrojecidos sin dejar de rezar. El muchacho se dirigió a la estufa y
apagó la olla del guisado achicharrado y
presintió que algo terrible había sucedido. Y como fue.
Cuando su abuela
terminó el rosario, se levantó y antes de que él pudiera hacerle una pregunta, ella
exclamó quejosa:
-¿Por qué hijo, por qué? Desde
que llegaste a esta casa no he hecho otra cosa más que enseñarte el camino del
bien-.
Doña Chinta estalló en
sollozos desgarrados al sentenciar:
-¡Pecador, pecador! Se te ha metido el mismísimo demonio… la lujuria… la
codicia… ¡Dios mío! Y ahora… ¿qué va a
ser de ti?
Al escuchar aquellas
palabras Dionisio supo que había estado ahí el padre Aniceto. Él y sólo él sabía
de su visita a casa de la Tulia con su padrino, de que había estado con una de
sus chicas, de sus escapadas por las noches para volver por su propio pie, no
una, ni dos, sino cuatro veces, del dinero tomado del escondite de la abuela. Sólo alcanzó a
balbucear… el pa…padre, verdad? ¿Y el se…
secreto de confesión?
-Era su deber advertirme, contestó doña Chinta entre gemidos. Entiende
que vas al camino de la perdición Dionisio, él vino a salvarte.
No
quiso escuchar más y salió encolerizado azotando la puerta. No sabía a dónde ir
y empezó a caminar sin rumbo sin dejar de recriminarse una y otra vez el haber
confiado en el indiscreto padre Aniceto. Si no era la primera vez ¡no! Cuando era
apenas un niño y le pidió que le cambiara de nombre porque le daba miedo llevar
el del santo descabezado, también fue a contárselo a la abuela y ella lo
castigó sin salir a jugar hasta que se aprendiera- palabra por palabra- la historia
de aquél mártir que tanta risa le daba a su padrino.
“Dionisio
fue el primer obispo de París y fundó muchas iglesias pero tras ser perseguido
por Aureliano en el año 272, fue decapitado y anduvo durante seis kilómetros con su cabeza bajo el brazo,
atravesando Montmartre, por el camino que, más tarde, sería conocido como la calle de los Mártires y que
al término de su trayecto le entregó su
cabeza a una piadosa mujer descendiente de la nobleza romana, llamada Casulla,
y después se desplomó.”
Tres días más tarde, al
terminar las fiestas de la parroquia el padre Aniceto encontró a Dorotea, su
amadísima cacatúa, con el albo plumaje manchado de sangre y la cabeza sujeta
entre sus patas.
Febrero 12, 2014
Tema: El loro pelado
Horacio Quiroga
Taller BCD