domingo, 22 de julio de 2018

A la hora de la siesta

Una mañana de mayo allá por el año de 1970, mi hermana y yo decidimos darnos una vuelta por el empedrado barrio del viejo Coyoacán donde se instalaba un mercado de pulgas. Nos quedaba a tan sólo siete cuadras del convento de las Madres Franciscanas que funcionaba como internado para estudiantes de provincia. Sólo íbamos a mirar, pues en aquella época apenas si nos alcanzaba la mensualidad para ir al cine cada quince días. Caminábamos de puesto en puesto admirando objetos antiguos cuando de repente me topé con un mueble que me hizo retroceder diez años en un instante.
 ¡No! ¡No puede ser! Ahí estaba el pequeño taburete semicircular tapizado en tela de gobelino con sus patitas en forma de cono de helado que alguna vez fue parte del mobiliario de la recámara de mis padres. ¿Sería el mismo? Quién sabe, pero si no,  era una réplica exacta del mismo alzapiés donde me pasaba una hora diaria repitiendo la cartilla mientras mi papá dormía la siesta… eme a …eme a… mamá,  ene i …eñe o…niño, … eme e… ese a…mesa, …
 No pude resistir las ganas de volverme a sentar en él. Al acariciar la tela rugosa del forro, una lluvia de imágenes llegó de improviso; las tardes en el patio de la dueña de la "Sombrerería El Castor” que se encontraba en la calle Hidalgo, frente a mi casa; el rostro de doña Amelia Herrera – la maestra- sus ojos exageradamente pintados con lápiz negro, el olor intenso de su polvorete y su bigote entrecano que me provocaba pesadillas, su andar despacito mostrando su  enorme joroba, sus manos  huesudas de uñas largas y puntiagudas que sostenían  la vara con la que nos propinaba un “estate quieto” ante cualquier distracción… ¡y es que había tantas cosas que ver!
Mientras deletreábamos la cartilla, hacíamos rechinar el plástico que cubría el antiguo sofá; observábamos  a  las gallinas corretear por la cocina o al viejo perro peludo que nos miraba indiferente, triste y aburrido; escuchábamos el gorjeo de los guajolotes que venía desde el corral y el trinar de los canarios que volaban desesperados de un lado a otro en su jaula… y así,  todos los días hasta que del enorme reloj de pared salía el cucú que nos avisaba que la clase había terminado y esperábamos con ilusión la  paleta de hielo con sabor a limón que a veces doña Amelia nos daba de premio.
Me acomodé en el taburete que ahora resultaba incómodo y pequeño,  las rodillas me quedaban a la altura del pecho y me obligaban a estar casi en posición fetal, más al evocar a mi papá escuchando mi sonsonete a la hora de la siesta, sonreí con una mueca que bien podría llamarse… ¿nostalgia?
Taller BDC
Marzo 2011

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