Herta Müller -
Discurso Nobel
7 diciembre de 2009
“Cada palabra en el rostro
sabe algo del círculo vicioso
y no lo dice”
sabe algo del círculo vicioso
y no lo dice”
Traducido
por Juan José del Solar Bardelli
Cada palabra sabe algo sobre el círculo
vicioso
¿TIENES UN
PAÑUELO? me preguntaba mi madre cada mañana en la puerta de casa, antes de que
yo saliera a la calle. Yo no tenía el pañuelo, y como no lo tenía, regresaba a
la habitación y sacaba un pañuelo. No tenía el pañuelo cada mañana, porque cada
mañana aguardaba la pregunta. El pañuelo era la prueba de que mi madre me
protegía por la mañana. A otras horas del día, más tarde o en otras circunstancias,
quedaba a merced de mí misma. La pregunta ¿TIENES UN PAÑUELO? era una ternura
indirecta. Una directa hubiera sido penosa, algo que no existía entre los
campesinos. El amor se disfrazaba de pregunta. Sólo así podía decirse a secas,
en tono de orden, como las maniobras del trabajo. El hecho de que la voz fuera
áspera realzaba incluso la ternura. Cada mañana estaba yo una vez sin pañuelo
en la puerta, y una segunda vez con pañuelo. Sólo después salía a la calle,
como si con el pañuelo también estuviera mi madre.
Y veinte
años más tarde estaba hacía tiempo sola en la ciudad, como traductora en una
fábrica de maquinarias. A las cinco de la mañana me levantaba, y a las seis y
media empezaba el trabajo. Por la mañana resonaba el himno sobre el patio de la
fábrica a través del altavoz, durante la pausa del mediodía se escuchaban los
coros de los obreros. Pero los obreros, que estaban comiendo, tenían ojos
vacíos como hojalata, manos embadurnadas de aceite, y su comida estaba envuelta
en papel de periódico. Antes de comerse un trocito de tocino, le quitaban la
tinta del periódico rascándola con el cuchillo. Dos años transcurrieron al
trote de la cotidianeidad, cada día igual al otro.
Al tercer
año se acabó la igualdad de los días. En el transcurso de una semana entró tres
veces en mi oficina, a primera hora de la mañana, un hombre gigantesco, de
huesos sólidos, con ojos azules centelleantes, un coloso del Servicio Secreto.
La primera
vez me insultó de pie y se marchó.
La segunda
vez se quitó el impermeable, lo colgó en una percha del armario y se sentó.
Aquella mañana yo había traído de casa unos tulipanes y los estaba acomodando
en el florero. El tipo me observaba y alabó mi inusual conocimiento del ser
humano. Su voz era resbaladiza. Sentí un gran desasosiego. Impugné su elogio y
le aseguré que sabía algo de tulipanes, pero nada del ser humano. Entonces me
dijo en tono malicioso que él me conocía mejor que yo a los tulipanes. Luego se
colgó del brazo el impermeable y se marchó.
La tercera
vez se sentó y yo permanecí de pie, porque había dejado su cartera sobre mi
silla. No me atreví a ponerla en el suelo. Me insultó tratándome de necia
redomada, holgazana, putilla, tan corrompida como una perra vagabunda. Empujó
los tulipanes hasta casi el borde de la mesa, en cuyo centro puso una hoja de
papel vacía y un lápiz. Rugió: escribe. De pie, empecé a escribir lo que me iba
dictando. Mi nombre con fecha de nacimiento y dirección. Y después que yo,
independientemente de la proximidad o del parentesco, no le diría a nadie
que..., y entonces llegó la horrible palabra: colaborez, iba a colaborar. Esta palabra ya no
la escribí. Puse el lápiz a un lado y me dirigí a la ventana, por la que miré
hacia la polvorienta calle. No estaba asfaltada, baches y casas gibosas. Y esa calleja
ruinosa se llamaba, encima, Strada Gloriei: calle de la gloria. En la calle de
la gloria había un gato trepado en la morera desnuda. Era el gato de la fábrica
y tenía una oreja desgarrada. Encima de él brillaba el sol matinal como un
tambor amarillo. Dije: N-am
caracterul. No tengo este carácter. Se lo dije a
la calle, fuera. La palabra CARÁCTER puso histérico al hombre del Servicio
Secreto. Rompió la hoja y tiró los trozos al suelo. Pero probablemente se le
ocurrió que tendría que presentarle a su jefe la prueba de que había intentado
incorporarme a su red de espionaje, porque se agachó, recogió todos los trozos
en una mano y los metió en su cartera. Luego lanzó un profundo suspiro y, en
medio de su derrota, arrojó hacia la pared el florero con los tulipanes, que se
estrelló y crujió como si hubiera dientes en el aire. Con la cartera bajo el
brazo dijo en voz queda: esto lo
pagarás muy caro. Te ahogaremos en el río. Como
hablando conmigo misma dije: Si
firmo eso ya no podré vivir conmigo y tendría que hacerlo yo. Mejor háganlo
ustedes. Y al instante la puerta de la oficina
ya estaba abierta y él se había marchado. Y fuera, en la Strada Gloriei, el
gato de la fábrica había saltado del árbol al tejado de la casa. Una de las
ramas se mecía como un trampolín.
Al día
siguiente comenzó el tira y afloja. Yo debía desaparecer de la fábrica. Cada
mañana a las seis y media tendría que presentarme ante el director, con el que
cada mañana estaban el jefe del sindicato y el secretario el Partido. Y así
como en otros tiempos me preguntaba mi madre: ¿tienes un pañuelo? ahora me
preguntaba cada mañana el director: ¿Has encontrado otro trabajo? Y yo le
respondía cada vez lo mismo: No
estoy buscando ninguno. Estoy a gusto aquí en la fábrica, quisiera quedarme
hasta la jubilación.
Una mañana
llegué al trabajo y mis voluminosos diccionarios estaban en el suelo del
pasillo, junto a la puerta de mi oficina. La abrí, y había un ingeniero sentado
a mi escritorio. Me dijo: aquí
se llama a la puerta antes de entrar. Ahora estoy aquí yo, y tú ya no tienes
nada que hacer en este despacho. A casa no podía irme, porque
habrían tenido un pretexto para despedirme por faltar sin permiso. Ahora no
tenía oficina, y con mayor razón tenía que ir cada día normalmente al trabajo,
por ningún motivo debía ausentarme.
Una amiga, a
la que cada día se lo contaba todo en el camino de vuelta a casa por la Strada
Gloriei, me dejó compartir al principio una esquina de su escritorio. Pero una
mañana se plantó ante la puerta de la oficina y me dijo: No me autorizan a dejarte
entrar. Todos dicen que eres una soplona. Las trabas y
vejaciones se enviaban hacia abajo, los rumores empezaron a propagarse entre
los colegas. Eso era lo peor. Contra los ataques uno puede defenderse, contra
la calumnia es impotente. Yo contaba cada día con todo, incluso con la muerte.
Pero con esa perfidia no sabía qué hacer. Ningún cálculo la volvía soportable.
La calumnia nos atiborra de mugre, y nos asfixiamos porque no podemos
defendernos. En opinión de mis colegas yo era exactamente aquello a lo que me
había negado. Si los hubiera espiado y delatado, habrían confiado en mí sin
sospechar nada. En el fondo, me castigaban porque yo los protegía.
Como ahora
con mayor razón no podía ausentarme, pero no tenía despacho y a mi amiga no le
permitían dejarme entrar en el suyo, me instalé, indecisa, en la caja de la
escalera, una escalera que recorrí varias veces de arriba abajo – de pronto
volví a ser la hija de mi madre, porque TENÍA UN PAÑUELO. Lo extendí en un
escalón entre el primer y el segundo piso, lo alisé para que estuviera como es
debido y me senté encima. Me puse en las rodillas mis gruesos diccionarios y
empecé a traducir descripciones de máquinas hidráulicas. Yo era un chiste malo
sobre la escalera, y mi despacho, un pañuelo. En las pausas del mediodía, mi
amiga se sentaba en la escalera junto a mí. Comíamos juntas como antes en su
oficina y, más antes aún, en la mía. Por el altavoz del patio, como siempre,
los coros de los obreros entonaban cantos sobre la felicidad del pueblo. Mi
amiga comía y lloraba por mí. Yo no. Debía mantenerme firme y dura. Largo
tiempo. Unas cuantas semanas eternas, hasta que me despidieron.
En la época
en que yo era un chiste malo sobre la escalera, consulté el diccionario para
averiguar la importancia de la palabra ESCALERA. El primer escalón de la
escalera se llama PELDAÑO DE ARRANQUE, el último escalón, PELDAÑO DEL
DESCANSILLO. Los escalones horizontales que uno pisa encajan lateralmente en
las MEJILLAS DE LA ESCALERA, y los espacios libres entre los distintos peldaños
se llaman incluso OJOS DE LA ESCALERA. Por las piezas de las máquinas
hidráulicas, embadurnadas de aceite, ya conocía las bellas palabras COLA DE
GOLONDRINA y CUELLO DE CISNE, para ajustar un tornillo se utilizaba una MADRE
DE TORNILLO, e igualmente me dejaron asombrada los poéticos nombres de las
partes de una escalera, la belleza del lenguaje técnico: MEJILLAS DE LA
ESCALERA, OJOS DE LA ESCALERA – es decir, la escalera tenía un rostro, ya fuese
de madera, piedra, cemento o hierro – y los hombres reproducen su propia cara
en las cosas más voluminosas del mundo, dan al material muerto los nombres de
su propia carne, lo personifican en partes del cuerpo. Y el arduo trabajo sólo
les resulta soportable a los especialistas gracias a esa ternura oculta. Cada
trabajo, en cada profesión, se rige por el mismo principio de la pregunta de mi
madre sobre el pañuelo.
Cuando yo
era niña, en casa había un cajón destinado a los pañuelos. En él se alineaban
tres pilas en dos hileras, una detrás de la otra:
A la
izquierda, los pañuelos de hombre, para el padre y el abuelo.
A la
derecha, los pañuelos de mujer, para la madre y la abuela.
En el
centro, los pañuelos de niño, para mí.
Aquel cajón
era nuestro retrato de familia en formato de pañuelo. Los pañuelos de hombre
eran los más grandes, tenían un borde oscuro de color marrón, gris o burdeos.
Los pañuelos de mujer eran más pequeños, con borde azul celeste, rojo o verde.
Los pañuelos de niño eran los más pequeños, sin borde, pero en el cuadrado
blanco había flores o animales pintados. Entre los tres tipos de pañuelos había
los que se usaban los días laborables, en la hilera anterior, y los que se
usaban los domingos, en la hilera posterior. Los domingos, el pañuelo debía
hacer juego con el color de la ropa, aunque no se viera.
Ningún otro
objeto en la casa, ni siquiera nosotros mismos, nos resultaba tan importante
como el pañuelo. Podía utilizarse para una infinidad de cosas: resfriados,
cuando la nariz sangraba o había alguna herida en la mano, el codo o la rodilla,
cuando uno lloraba o lo mordía para reprimir el llanto. Un pañuelo frío y
húmedo en la frente aliviaba el dolor de cabeza. Con cuatro nudos en las
esquinas servía para protegerse del sol o de la lluvia. Cuando uno quería
acordarse de algo, hacía un nudo en el pañuelo como artificio nemotécnico. Para
cargar bolsas pesadas se envolvía en él la mano. Si ondeaba era una señal de
despedida cuando el tren salía de la estación. Y como tren se dice en rumano
TREN, y en el dialecto del Banato lágrima (Träne) se dice trän, en mi cabeza el
chirrido de los trenes sobre los rieles equivalía siempre al llanto. En la
aldea, cuando alguien moría se le ataba enseguida un pañuelo en torno a la
barbilla para que la boca permaneciera cerrada cuando pasaba la rigidez cadavérica.
Cuando en la ciudad alguien se desplomaba al borde del camino, siempre había un
transeúnte que con su pañuelo cubría la cara del muerto, y así el pañuelo
pasaba a ser su primer reposo mortuorio.
A última
hora de la tarde, los días calurosos del verano, los padres enviaban a sus
hijos al cementerio para que regasen las flores. Nos juntábamos dos o tres e
íbamos de una tumba a la otra, regando rápidamente. Luego nos sentábamos, muy
pegados unos a otros, en las escaleras de la capilla y observábamos cómo de
algunas tumbas subían nubecillas de vapor blanco. Volaban un ratito en el aire
negro y desaparecían. Para nosotros eran las almas de los muertos: Figuras
zoomórficas, gafas, frasquitos y tazas, guantes y medias. Y de vez en cuando un
pañuelo blanco con el borde negro de la noche.
Más tarde,
conversando con Oskar Pastior para escribir sobre su deportación a un campo de
trabajos forzados soviético, me contó que una anciana madre rusa le regaló una
vez un pañuelo blanco de batista. Tal vez tengáis suerte tú y mi hijo, y podáis
regresar pronto a casa, dijo la rusa. Su hijo tenía la misma edad que Oskar
Pastior y estaba tan lejos de casa como él, en la dirección opuesta, dijo, en
un batallón de castigo. Oskar Pastior había llamado a su puerta como un mendigo
medio muerto de hambre, quería cambiarle un trozo de carbón por un poquito de
comida. Ella lo hizo entrar en la casa y le dio un plato de sopa. Y cuando la
nariz de Oskar empezó a gotear en el plato, le dio el pañuelo blanco de
batista, que nadie había usado todavía. Con un borde calado de bastoncillos y
rosetas impecablemente bordados con hilos de seda, el pañuelo era una belleza
que abrazó e hirió al mendigo. Un híbrido; por un lado un consuelo de batista;
por el otro, una cinta métrica con bastoncillos de seda, las rayitas blancas en
la escala de su desamparo. El mismo Oskar Pastior era un híbrido para esa
mujer: un mendigo extraño en la casa y un hijo perdido en el mundo. En esas dos
personas lo había hecho feliz y le había exigido demasiado el gesto de una
mujer que para él también era dos personas: una rusa extraña y una madre
preocupada con la pregunta: ¿TIENES UN PAÑUELO?
Desde que me
enteré de esta historia también yo tengo una pregunta: Es ¿TIENES UN PAÑUELO?
válida en todas partes y se halla extendida sobre medio mundo en el brillo de
la nieve entre la congelación y el deshielo? ¿Cruza todas las fronteras pasando
entre montañas y estepas hasta adentrarse en un gigantesco imperio sembrado de
campos de trabajos forzados? ¿No hay manera de dar muerte a la pregunta ¿TIENES
UN PAÑUELO? ni siquiera con la hoz y el martillo, ni siquiera en el estalinismo
de la reeducación a través de tantos campos de trabajos forzados?
Aunque hace
décadas que hablo rumano, en la conversación con Oskar Pastior me percaté por
primera vez de que en rumano pañuelo se dice BATISTA, de nuevo la sensual
lengua rumana, que simplemente lanza con apremio sus palabras hasta el corazón
de las cosas. El material no da ningún rodeo, se designa como pañuelo listo,
como BATISTA. Como si cada pañuelo fuera de batista en todo tiempo y lugar.
Oskar
Pastior guardó en la maleta el pañuelo como reliquia de una doble madre con un
doble hijo. Luego se lo llevó a casa tras cinco largos años en el campo de
trabajos forzados. ¿Por qué? – su pañuelo blanco de batista era esperanza y
miedo, y cuando uno renuncia a la esperanza y al miedo, muere.
Después de
la conversación sobre el pañuelo blanco me pasé media noche pegándole a Oskar
Pastior un collage sobre un papel blanco:
Aquí bailan puntos dice Bea
entras en un vaso de leche de tallo largo
ropa interior blanca tina de zinc gris verde
contra reembolso se corresponden
casi todos los materiales
mira aquí
yo soy el viaje en tren y
la cereza en la jabonera
nunca hables con hombres extraños ni
acerca de la Central
entras en un vaso de leche de tallo largo
ropa interior blanca tina de zinc gris verde
contra reembolso se corresponden
casi todos los materiales
mira aquí
yo soy el viaje en tren y
la cereza en la jabonera
nunca hables con hombres extraños ni
acerca de la Central
Cuando a la
semana siguiente fui a su casa a regalarle el collage, me dijo: encima debes pegar: “PARA OSKAR”. Yo le dije: Lo que te doy, te pertenece, y
tú lo sabes. Él dijo: debes pegarlo encima, tal vez el papel no lo sepa. Me lo llevé
de nuevo a casa y encima pegué: para Oskar. Y se lo volví a regalar la semana
siguiente, como si hubiera regresado la primera vez de la puerta sin pañuelo y
ahora estuviera por segunda vez en la puerta con pañuelo.
Con un
pañuelo termina también otra historia:
El hijo de
mis abuelos se llamaba Matz. En los años treinta lo enviaron a Timişoara a
estudiar finanzas para que se hiciera cargo del negocio de cereales y de la
tienda de ultramarinos de la familia. En la Escuela enseñaban maestros del
Reich alemán, auténticos nazis. Al concluir sus estudios Matz quizás había
recibido, de paso, una capacitación en finanzas, pero sobre todo recibió una
formación de nazi – un lavado de cerebro planificado. Cuando salió de la
escuela, Matz era un nazi fervoroso, un convertido. Ladraba consignas
antisemitas, era inalcanzable como un débil mental. Mi abuelo lo reprendió
repetidas veces, diciéndole que debía toda su fortuna sólo a los créditos de
hombres de negocios judíos amigos suyos. Y al ver que esto no servía de nada,
lo abofeteó varias veces. Pero a su hijo le habían trastornado el juicio.
Jugaba a ser el ideólogo de la aldea, vejaba a los muchachos de su edad que se
negaban a ir al frente. En el ejército rumano ocupaba un puesto de oficinista.
Pero de la teoría quiso pasar a la práctica. Se presentó voluntario en las SS,
quería ir al frente. Unos meses después regresó a casa para casarse.
Tras haber
sido testigo de los crímenes en el frente, aprovechó una fórmula mágica válida
para escaparse unos días de la guerra. Esa fórmula mágica era: permiso por
boda.
Mi abuela
tenía dos fotos de su hijo Matz en el fondo de un cajón, una foto de la boda y
una foto de la muerte. En la foto de la boda se ve una novia vestida de blanco,
una mano más alta que él, esbelta y seria, una virgen de yeso. Sobre su cabeza
hay una corona de cera como hojas nevadas. Junto a ella está Matz con su
uniforme nazi. En vez de ser un novio, es un soldado. Un soldado de la boda y
su propio último soldado de la patria. Apenas volvió al frente, llegó la foto
de la muerte. Y en ella un último soldado destrozado por una mina. La foto de
la muerte es del tamaño de una mano, un campo negro, en el centro un paño
blanco con un montoncito gris de restos humanos. Sobre el fondo negro, el paño
blanco parece tan pequeño como un pañuelo de niño cuyo cuadrado blanco tiene
pintado en el centro un dibujo extraño. Para mi abuela esa foto también tenía
su híbrido. En el pañuelo blanco había un nazi muerto, en su memoria, un hijo
vivo. Mi abuela dejó esa doble foto todos aquellos años en su devocionario.
Rezaba cada día. Probablemente sus oraciones también tenían doble fondo.
Probablemente seguían el hiato entre el hijo querido y el nazi obcecado y
pedían también al Señor Dios que hiciera el espagat de amar a ese hijo y
perdonar al nazi.
Mi abuelo
había sido soldado en la Primera Guerra Mundial. Sabía de qué estaba hablando
cuando decía a menudo y en tono amargo, refiriéndose a su hijo Matz: Sí, cuando ondean al viento
las banderas, el juicio se pierde en las trompetas. Esta
advertencia también era aplicable a la siguiente dictadura, en la que me tocó
vivir a mí misma. A diario se veía cómo el juicio de los pequeños y grandes
oportunistas se perdía en las trompetas. Yo decidí no tocar la trompeta.
Pero de niña
tuve que aprender a tocar el acordeón contra mi voluntad. Pues en la casa se
había quedado el acordeón rojo de Matz, el soldado muerto. Las correas del
acordeón eran demasiado largas para mí, y para que no se resbalaran por mis
hombros, el maestro de acordeón me las ataba a la espalda con un pañuelo.
Se puede
decir que precisamente los objetos más pequeños, ya sean trompetas, acordeones
o pañuelos, terminan atando las cosas más dispares en la vida; que los objetos
giran y, en sus desviaciones, tienen algo que obedece a las repeticiones, al
círculo vicioso. Uno puede creerlo, mas no decirlo. Pero lo que no puede
decirse, puede escribirse. Porque la escritura es un quehacer mudo, un trabajo
que va de la cabeza a la mano. De la boca se prescinde. En la dictadura yo
hablaba mucho, sobre todo porque había decidido no tocar la trompeta. La
mayoría de las veces, hablar tenía consecuencias intolerables. Pero la
escritura empezó en el silencio, en aquella escalera de la fábrica donde tuve
que sopesar y decidir conmigo misma más cosas de las que podían decirse. El
acontecer ya no podía articularse en palabras. A lo sumo los añadidos externos,
mas no su dimensión. Esta yo sólo podía deletrearla en mi cabeza, en silencio,
en el círculo vicioso de las palabras al escribir. Reaccionaba ante el miedo a
la muerte con hambre de vida. Era un hambre de palabras. Sólo el torbellino de
las palabras podía captar mi estado y deletreaba lo que no podía decirse con la
boca. Yo iba detrás de lo vivido en el círculo vicioso de las palabras, hasta
que aparecía algo que no había conocido antes. Paralelamente a la realidad
entraba en acción la pantomima de las palabras, que no respeta dimensiones
reales, reduce las cosas principales y aumenta las secundarias. El círculo
vicioso de las palabras confiere de buenas a primeras una especie de lógica
maldita a lo vivido. La pantomima es furiosa y permanece atemorizada y tan
adicta como hastiada. El tema dictadura surge ahí espontáneamente, porque la
naturalidad ya nunca regresa cuando a uno se la han robado casi por completo.
El tema está implícito ahí, pero las palabras se apoderan de mí y llevan al
tema adonde quieren. Ya nada es cierto y todo es verdad.
Como chiste
malo sobre la escalera estaba yo tan sola como en aquella época, en que de niña,
cuidaba vacas en el valle del río. Comía hojas y flores para formar parte de
ellas, porque ellas sabían cómo se vive y yo no. Me dirigía a ellas dándoles un
nombre. El nombre cardo lechoso debía ser realmente la planta espinosa con
leche en los tallos. Pero la planta no escuchaba el nombre cardo lechoso. Entonces yo
lo intentaba con nombres inventados: COSTILLA ESPINOSA, CUELLO DE AGUJA, en los
que no figuraban ni cardo ni lechoso. En el engaño de todos los nombres falsos
ante la planta verdadera se abría el agujero hacia el vacío. La situación
ridícula de hablar a solas en voz alta conmigo y no con la planta. Pero la
situación ridícula me hacía bien. Yo cuidaba vacas y el sonido de las palabras
me protegía. Sentía:
Cada palabra en el rostro
sabe algo del círculo vicioso
y no lo dice
sabe algo del círculo vicioso
y no lo dice
El sonido de
las palabras sabe que debe engañar, porque los objetos engañan con su material,
y los sentimientos, con sus gestos. En el punto de intersección del engaño de
los materiales y de los gestos se instala el sonido de las palabras con su
verdad inventada. Al escribir no puede hablarse de confianza, sino más bien de
la honestidad del engaño.
Por
entonces, en la fábrica, cuando yo era un chiste malo sobre la escalera, y el
pañuelo, mi oficina, también encontré en el diccionario la hermosa palabra
INTERÉS ESCALONADO, que designa las tasas de interés de un préstamo que van
subiendo por tramos. Las tasas de interés son para uno gastos y para otro,
ingresos. Al escribir acaban siendo ambas cosas, cuanto más voy ahondando en el
texto. Cuanto más me expolia lo escrito, tanto más muestra a lo vivido lo que
no había en el vivir. Sólo las palabras lo descubren, porque antes no lo
conocían. Allí donde sorprenden a lo vivido es donde mejor lo reflejan. Se
vuelven tan apremiantes que lo vivido debe aferrarse a ellas para no
deshacerse.
Me parece
que los objetos no conocen su material, que los gestos no conocen sus
sentimientos y las palabras tampoco conocen la boca que las enuncia. Pero para
asegurarnos nuestra propia existencia necesitamos los objetos, los gestos y las
palabras. Cuanto más palabras nos es permitido usar, tanto más libres somos.
Cuando se nos prohíbe la boca, intentamos afirmarnos con gestos e incluso con
objetos. Son más difíciles de interpretar y permanecen un tiempo libres de
sospecha. Y así pueden ayudarnos a convertir la humillación en una dignidad que
permanece libre de sospecha por un tiempo.
Poco antes
de mi emigración de Rumania, el policía de la aldea vino un día muy de mañana a
llevarse a mi madre. Ella estaba ya en la puerta cuando se le ocurrió la
pregunta: ¿TIENES UN PAÑUELO? Y no lo tenía. Aunque el policía se mostró
impaciente, ella volvió a entrar en la casa y sacó un pañuelo. En la comisaría
el policía estalló en gritos e improperios. Los conocimientos de rumano de mi
madre no bastaban para que comprendiera los rugidos del policía, que luego se
marchó del despacho y cerró la puerta con llave desde fuera. Mi madre se pasó
el día entero encerrada allí. Las primeras horas sentada a la mesa, llorando.
Después empezó a ir de un lado para otro y a limpiar el polvo de los muebles
con el pañuelo empapado en lágrimas. Por último cogió el cubo de agua del
rincón y la toalla que colgaba de un clavo en la pared y fregó el piso. Me
quedé aterrada cuando me lo contó. ¿Cómo has podido fregarle el despacho a ese individuo?, le
pregunté. Y ella me respondió, sin ningún reparo: quería hacer algo para matar el tiempo. Y el despacho estaba
tan mugriento. Hice bien en llevarme uno de los pañuelos de hombre, grandes.
Sólo entonces
comprendí que con esa humillación adicional, pero voluntaria, se había
proporcionado dignidad en aquel arresto. En un collage busqué palabras para
formularlo:
Yo pensaba en la rosa vigorosa en el corazón
en el alma inservible como un colador
pero el propietario preguntó:
¿quién se acaba imponiendo?
yo dije: salvar el pellejo
él gritó: el pellejo es
sólo una mancha de la batista ofendida
sin juicio.
en el alma inservible como un colador
pero el propietario preguntó:
¿quién se acaba imponiendo?
yo dije: salvar el pellejo
él gritó: el pellejo es
sólo una mancha de la batista ofendida
sin juicio.
Me gustaría
poder decir una frase para todos aquellos que, en las dictaduras, todos los
días, hasta hoy, son despojados de su dignidad, aunque sea una frase con la
palabra pañuelo, aunque sea la pregunta: ¿TENÉIS UN PAÑUELO?
Puede ser
que, desde siempre, la pregunta por el pañuelo no se refiera en absoluto al
pañuelo, sino a la extrema soledad del ser humano.