viernes, 24 de agosto de 2012

A la vuelta de la esquina


   Diez minutos después de las doce de la noche, la borrasca parecía no tener fin, se había ido la luz, el agua golpeaba con fuerza los vidrios de las ventanas, la casa se cimbraba con el ruido estrepitoso de los truenos que habían despertado a los niños, los que ni tardos ni perezosos, se refugiaron en la cama de su madre. El calor era insoportable y bochornoso pero ahí estaban los tres apretujados con los ojos abiertos de par en par, desconectados del mundo y ajenos por completo a lo que sucedía allá afuera.
   El decidió no esperar más, la tormenta no amainaba, el teléfono no daba línea y no había forma de saber de su familia. Los imaginaba aterrorizados y ese solo pensamiento lo hizo tomar la determinación de buscar la forma de llegar hasta ellos a como diera lugar. Al salir, la tempestad lo recibió a latigazos y lo empapó hasta los huesos, perdió el equilibrio, intentó levantarse sin éxito y continuó a gatas hasta la puerta del auto. Se vio ahí, sentado en el suelo, cegado por la copiosa lluvia que no le permitía ver más allá de su nariz. Pensó en regresar a resguardarse, pero la duda sólo duró unos segundos, con la llave en la mano batalló para atinarle a la cerradura, cuando por fin pudo abrirla metió su mano para aferrarse a la agarradera interior, se introdujo en el auto forcejeando con el viento que amenazaba con arrancársela. El no se lo permitió. Tardó unos minutos en recuperarse del esfuerzo y procedió a quitarse camisa, zapatos y calcetines, se arremangó los pantalones y encendió el motor, las luces largas y los wipers.
   Avanzó casi adivinando, la visibilidad era casi nula, aún así llegó hasta la esquina de su casa y estacionó el auto de forma que el viento le permitiera abrir la puerta. Era el año de 1979, vivía a tan sólo dos cuadras del mar, no había pavimento y el torrente en las bocacalles formaba grandes ríos de lodo que llegaban hasta la playa. Descalzo y semidesnudo se aventuró a cruzar a nado el arrollo, pero justo antes de alcanzar la orilla la corriente lo atrapó y lo arrastró entre piedras y palos cual muñeco de trapo.
No pudo pegar el ojo en toda la noche. El diluvio cesó hasta al amanecer, los niños dormían plácidamente a su lado, se levantó con cuidado para no despertarlos. Descolgó el teléfono, seguía sin dar línea. La luz no había regresado. En eso escuchó que alguien hablaba a los gritos en la puerta. Ella se puso algo encima y se asomó por la ventana de la cocina sin poder dar crédito a lo que veían sus ojos.
   Los vecinos lo habían encontrado inconsciente y cubierto de lodo atrapado entre piedras a la vuelta de la esquina.
   -¡Está vivo! Dijo uno de ellos. – Sólo que al parecer se golpeó la cabeza cuando lo arrastró la corriente. Ella abrió la puerta, les dio las gracias y les pidió que lo colocaran en el sofá.
   Dos meses después, veían en la televisión la historia de unos pescadores que se habían perdido en el mar durante una tormenta, sólo habían encontrado la lancha y tres días más tarde, los cuerpos sin vida habían aparecido en una playa lejana.
   El se sonrió y dijo: -Yo tuve suerte, pude haberme ahogado aquí nada más, a la vuelta de la esquina.

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